Bilbao. ¿Cómo surgió la idea de la novela?

Fue en los años 96-97, cuando estuve como acompañante internacional en las comunidades de población en resistencia. Estuvieron viviendo durante 12 o 15 años escondiéndose en las montañas del norte de Quiché, huyendo del Ejército justo después de la tierra arrasada. El Ejército guatemalteco perpetró uno de los mayores genocidios de la mitad del siglo XX: unos 200.000 muertos, 440 aldeas arrasadas, 45.000 desaparecidos. Mucha gente fue a México, huyó como refugiada, pero otra mucha decidió quedarse en la montaña escondida y lucharon por que les dejaran vivir en su tierra con sus costumbres y como lo que eran, pueblo ixil, pueblo quiché.

¿Cuándo conoció esta realidad?

En el 92, esta gente salió a la luz pública, hicieron una gira europea que pasó por Sestao, que es de donde yo soy, y ese fue el primer contacto que tuve con esa realidad. La idea de hacer el acompañamiento a las comunidades indígenas en resistencia era, por un lado, disuadir al Ejército de los ametrallamientos o los bombardeos; pero también tenía sentido transmitir, una vez que volviéramos, todo aquello. Denunciar el genocidio, pero también explicar las razones de por qué había pasado.

Y lo hace en forma de novela, ¿Por qué?

Es una manera de llegar a más gente. Fue pasando el tiempo y ahora me alegro de que tardara tanto en publicarse. Ahora que han pasado trece años de la firma de la paz en Guatemala, hay una mejor perspectiva para ver lo que había realmente en el trasfondo de todo y hacia dónde ha derivado el mismo proceso de paz. Ahora se saben muchas más cosas que en 1997.

¿Por ejemplo?

En 2004 se desclasificaron los documentos de la CIA de 1954, que demuestran que el golpe de Estado a Jacobo Arbenz lo montó la CIA. Y el golpe de Estado se hizo para defender los intereses de una multinacional bananera, la United Fruit; lo mismo ocurrió con otros documentos que aparecieron en 2007, que demuestran que lo que pasó en el antiplano guatemalteco no fue una guerra contra la guerrilla, fue un plan diseñado de control del territorio, de apropiarse de la tierra. Esto me hizo cambiar un poco la perspectiva del libro y, sobre todo, relacionarlo con lo que está pasando hoy en día en Guatemala, que es prácticamente lo que pasa en toda Latinoamérica. Abrió su economía por las presiones del neoliberalismo y hoy en día casi todo el territorio pertenece a grandes multinacionales. Ahora se ve más claro, porque en los últimos dos años, este proceso se ha acelerado.

Se podría decir que los pueblos indígenas están enfrentando los mismos retos que durante el conflicto armado, la lucha por el territorio, ¿no?

Los mayas ven la vida como algo en un continuo retorno. La historia se repite una y otra vez. Y, ahora, están igual que en el 75-76-77, que fueron los años inmediatamente anteriores a la tierra arrasada. Están perdiendo más territorio que en aquella época y el número de asesinatos políticos, que durante los años inmediatos a la firma de la paz descendieron muchísimo, ahora está volviendo a los niveles del 76-77, que fue cuando se dieron las desapariciones masivas de líderes comunitarios.

El libro habla también sobre la espiritualidad y cosmovisión de los pueblos indígenas. No habrá sido fácil explicar y traducir una cultura tan diferente al lector occidental, ¿no?

Creo que uno de los puntos fuertes del libro es la espiritualidad de los pueblos indígenas. Y eso también me lo ha permitido el tiempo. Porque, a pesar de haber estado mucho tiempo allí, es muy difícil la comunicación, primero por el idioma, pero también porque vivimos universos culturales muy diferentes. Para explicarlo, he tenido la suerte de contar con ayuda, en este caso de misioneros. En el libro, la figura del narrador reposa en un misionero, porque era la mejor manera de contar desde mi propio lenguaje occidental lo que ocurrió en una región del antiplano y hacerlo de una forma creíble.

¿Habla también de religión?

También se habla, lógicamente, de la evolución que sufre parte de la iglesia latinoamericana en aquella época. El libro comienza en el 58 y termina en un momento indefinido unos años después de los acuerdos de paz. Durante todos estos años, el recorrido fue muy curioso, porque la mayoría eran misioneros que fueron allí a combatir el comunismo y, muchos de ellos, acabaron con las armas en mano defendiendo la guerrilla, muchos de ellos como comandantes. Eso es lo que se vino a llamar Teología de la Liberación. Tiene mitad y mitad, tanto del tema religioso como de los sucesos político-sociales que hubo.

¿Cómo es el pueblo ixil?

El protagonista de este libro es el tenam. Nosotros lo traduciríamos como pueblo, pero para los ixiles comprende a la gente, el territorio, los animales, la milpa, su cosecha. Ellos no son capaces de entender la idea de pueblo sin territorio. Para los ixiles, el vínculo con la tierra va más allá. Un ixil sin su tierra deja de ser ixil, y si no es ixil, ¿en qué se convierte? Una de las cosas que se va viendo es cómo, a diferencia de los progresos que estaban teniendo en el resto del país otros misioneros, los ixiles son un pueblo que siempre ha rechazado lo externo. Es imposible implicarles en nada que no sea de ellos. No es casualidad que la resistencia se diera, sobre todo, en la región ixil, porque siempre ha sido uno de los pueblos más rebeldes.

¿Cómo está enfrentando los nuevos retos?

Ahora están perdiendo casi todas sus tierras. La situación es dramática. El haber pasado por un genocidio, unas masacres tan crueles, el haber resistido en la montaña, para encontrarse así, es desmoralizante. Los que luchan, lo hacen porque no les queda otra. Si no luchan por defender su tierra y sus costumbres, desaparece el pueblo ixil. Tiene mucho sentido haber sacado el libro ahora porque aunque la historia pase hace cincuenta años, tenemos que ser conscientes, aquí en Europa, qué está generando nuestro modelo de desarrollo. Estas luchas están creciendo, porque está creciendo la agresión.