CIENTOS de tejados de cemento desplomados en una sola pieza -como losas de gigantescas tumbas- aplastan lo que un día fueron los muros de las casas que los sostenían. Calles fantasmales, sin vida, edificios ametrallados, derrumbados, cubiertos de escombros y de polvo, paredes desnudas por donde sólo los hierros retorcidos trepan como hiedra férrea. Así es Quneitra, la que fuera capital del los Altos del Golán antes de que las excavadoras y los tanques israelíes la destrozaran desde sus cimientos cuando el acuerdo que puso fin a la Guerra de los Seis Días, en 1973, les obligó a devolver la ciudad a los sirios.
Quneitra es una ciudad fantasma, un cementerio de recuerdos por donde las familias que allí vivieron y sus descendientes pasean o hacen picnic bajo las agradables sombras de los árboles en los días festivos musulmanes. Quieren mantener ese vínculo con sus raíces, no pueden ni quieren olvidar que esas casas en ruina aún son las suyas y guardan sus escrituras de propiedad como oro en paño a la espera de que, quizás algún día, puedan reconstruirlas si Israel devuelve los Altos del Golán a Siria y llega la paz definitiva con los vecinos israelíes.
Entre tanto, la ciudad mártir permanece inmóvil, pero aún no está muerta del todo porque el Gobierno sirio la ha convertido en el Museo de la Quneitra Liberada, para que sirva de testimonio a sirios, turistas y personalidades extranjeras de la barbarie que los "sionistas" cometieron. Por sus calles desiertas han pasado desde ministros de Exteriores hasta el propio Papa Juan Pablo II.
La omnipresente imagen de Hafez Al Assad, padre del actual presidente sirio Bashar al-Assad, ocupa la amplia rotonda de entrada a la ciudad. Más allá, a ambos lados de la larga y desierta avenida, los esqueletos de hormigón de este cementerio arquitectónico vigilan al visitante, como aliándose con el guía militar que siempre acompaña a quien se adentra entre las ruinas buscando conocer lo que pasó.
Karim Ibn Abdullah es un joven de 26 años que nació en el pueblo de Khân Arnabah, muy cerca de Quneitra. Cuenta que su familia dejó la ciudad cuando la ocupación en 1967 y que no les quedan muchas esperanzas de poder volver, porque sus padres son ya ancianos. Tanto él como sus hermanos viven en el extranjero. "Tengo dos hermanos en Alemania y otro en Arabia Saudí. Aquí no teníamos futuro, porque este pueblo es el último en una carretera que lleva a ninguna parte. Ahora trabajo en Arabia Saudí, como conductor. Mis padres siempre nos animaron a guardar la memoria de Quneitra. Quizás mis hermanas puedan reconstruir la casa un día y sus hijos empiecen allí una nueva vida. ¡Inshallah!", exclama mostrando un vídeo de las ruinas que guarda en su móvil.
Ironías del destino, porque el nombre de Quneitra deriva del diminutivo de la palabra árabe qantara, que significa "puente", y desde tiempos inmemorables ha sido un lugar estratégico para el comercio de las caravanas entre Siria, Jordania, Palestina y Líbano con las rutas del mar Mediterráneo.
Khaled, nuestro guía militar sirio, -que así dice llamarse porque no tiene permitido dar su nombre completo-, señala la fachada de un edificio devorado por la metralla.
"Este edificio fue en su día un magnífico hospital, pero los sionistas lo convirtieron en un campo de entrenamiento de tiro cuando ocuparon la ciudad, y así lo dejaron al marcharse", cuenta indignado.
El ambiente en las salas interiores del antiguo hospital es desolador. Entre las sombras de los muros agujereados por balas, morteros, granadas e impactos de tanques, se filtra la luz del intenso sol del exterior, creando un espectro de claros y sombras entre las que los soldados que custodian el edificio se refugian para evitar la cámara fotográfica. Está terminantemente prohibido hacer fotos de los agentes de seguridad y de los soldados sirios, pero no ponen ninguna pega a que se tomen imágenes de las posiciones israelíes o del cuartel de las Naciones Unidas que está al lado, bien señalizado con sus inmensas siglas azules: UN.
La bandera siria ondea en la terraza superior del edificio, desde donde se pueden ver las posiciones israelíes a escasos metros sobre una colina cercana. Khaled los señala y dice con tono irónico, "puedes fotografiarles cuanto quieras, ellos estarán haciendo lo mismo con nosotros en este momento".
Al oeste, coronado por las antenas de control de la base israelí, está el monte Tal Al-Gharam o Mont Bental para los hebreos que, con sus 1.171 metros sobre el nivel del mar, domina las laderas que llegan hasta la línea de separación con Siria. A sus pies se extienden extensos y fértiles campos cultivados por colonos israelíes, parte de ellos vallados con alambres de espino porque aún están sembrados de minas.
Desde la barrera que delimita el final del suelo sirio se puede ver el otro lado, que pone fin a la tierra de nadie e inicia el Golán ocupado. Nadie, excepto la Cruz Roja Internacional (CICR) y las fuerza de la ONU, pueden atravesar esa estrecha franja de tierra.
"Shouting point" El CICR se encarga en ocasiones muy puntuales de supervisar el paso de los árabes drusos que viven en el lado ocupado, principalmente por motivos de estudios. El resto tiene prohibido cruzar la línea de separación, lo que genera situaciones surrealistas como la que se repite a menudo cuando bajo vigilancia israelí se permite a los residentes acudir al shouting point (puntos de gritos).
Allí, las familias que quedaron separadas por la frontera impuesta se comunican a gritos y gestos las eventualidades que suceden en sus vidas como bodas, viajes, nacimientos o muertes. Son puntos donde la distancia entre las líneas de separación Alfa y Bravo es de sólo unos 300 metros, y resulta incomprensible cómo logran entenderse en medio de tanto alboroto. Para ellos es la única forma de estar en contacto entre dos países oficialmente en guerra pero bajo la supervisión de 1.100 efectivos de la ONU.