Con el desarrollo urbano a partir del siglo XI, las necesidades espirituales obligaron a la creación de nuevas órdenes religiosas denominadas conventuales o mendicantes –frente a las monásticas–. Entre ellas, la orden creada por Francisco de Asís tuvo gran implantación en el País Vasco ya desde el siglo XIII, al poco de fundarse. La presencia de franciscanos en el País Vasco, con un total de 15 conventos, se inició con su establecimiento en Vitoria-Gasteiz, cuya sede se convirtió en cabeza de la provincia franciscana de Cantabria, mientras que en Bizkaia se instalaron en Bermeo en 1357 y en Gipuzkoa en Arantzazu en 1491.
Durante la baja Edad Media la orden se halló inmersa en un debate interno entre conventuales y observantes; estos últimos pretendían un seguimiento más estricto de los postulados de san Francisco de Asís y una vuelta a la religión primigenia. Así, en la Escuela de Teología de Vitoria eran comunes las enseñanzas de Santo Tomás, Duns Scoto y, quizás, Guillermo de Ockham, propugnando el nominalismo y el libre albedrío, favorables a la libertad espiritual y de acción del ser humano. El fortalecimiento de la reforma franciscana observante atrajo a los comerciantes vascos, que vieron cubiertas sus necesidades espirituales, sobre todo, con valores como el de la austeridad, que procedía de la tradición ascética de los franciscanos.
La presencia de conventos en las ciudades y villas impulsó la vida urbana en toda Europa. La colaboración entre franciscanos y mercaderes permitió el desarrollo del humanismo civil italiano y una etapa de prosperidad. A pesar de que los comerciantes eran personas a vigilar, pues el uso del dinero los acercaba a la tentación, los teólogos franciscanos que escribieron sobre el comercio eran conscientes de esa dualidad: los comerciantes impulsaban la riqueza y su redistribución, evitando que fuera atesorada en pocas manos. Y es que el bien común únicamente se podía lograr a través del trasvase de la riqueza. Además, los comerciantes unían el medio urbano y el rural, intercambiando bienes que, de otra manera, permanecerían alejados. Por tanto, ciudades y comerciantes eran la base de la civilización cristiana de la época. En definitiva, los franciscanos, a pesar de sus principios de pobreza y renuncia a la riqueza, legitimaron el comercio y el beneficio justo, justificando la economía de mercado y el comercio.
Los comerciantes vascos renunciaron al racionalismo e intelectualismo tomista y abrazaron la severidad de los observantes, cuyos sermones y enseñanzas casaban perfectamente con el humanismo imperante en el ámbito atlántico. Los observantes preconizaban valores muy del gusto de los mercaderes, como la penitencia, paz, virtud cívica, economía moral o el bienestar colectivo. A la hora de interpretar las sagradas escrituras, los franciscanos preferían usar el corazón frente a la cabeza, es decir, defendían una vida evangélica. Más aún, eran favorables a un mesianismo apocalíptico como mecanismo para superar las dificultades e imprimir optimismo a los creyentes, lo que provocó la admiración de los comerciantes y burgueses vascos, dándose una confluencia de ideales y valores, que tenía un doble origen.
Más íntima
Por un lado, la cercanía entre los franciscanos y el erasmismo dio lugar a una religión más íntima, que reivindicaba la llegada a la palabra de Dios a través de la lectura de las sagradas escrituras, y en eso muchos burgueses vascos tenían ventaja pues tenían altas tasas de alfabetización y sabían leer y escribir, y algunos habían estudiado en universidades como Salamanca, Coímbra o París. Los mercaderes medievales y renacentistas eran favorables a valores de la ética económica, como la riqueza moderada y sensata, la justicia, la caridad, el señorío y el orden social, pero contrarios a la mezquindad, usura, excesiva riqueza, fraude y excesos. De hecho, los franciscanos tuvieron un papel destacado en la economía política moderna, preconizando el alejamiento con respecto a los bienes materiales como vía para una vida íntegra y perfecta, y dando lugar al desarrollo de los bancos y montes de piedad o a conceptos como el de precio y valor justos o a las primeras reflexiones sobre la moneda, gracias a los trabajos de Guillermo de Ockham, Pedri Juan de Olivi o Duns Scoto. De hecho, impulsaron la creación de un modelo ideal de mercader, centrado en sus actividades, pero dadivoso, invirtiendo su dinero en la ciudad y el cuidado de los pobres, construyendo y financiando hospitales, iglesias, inclusas, hospicios, plazas públicas o invirtiendo en el patronazgo de obras de arte y artistas o en deuda pública, lo que creaba una imagen de comerciante cristiano sensato, generoso y respetado.
Por otro lado, la hidalguía universal y los discursos mesiánicos que le servían de base (Tubalismo, vasco-iberismo y vasco-cantabrismo) presentaban a los vascos como el pueblo elegido, entre otras cuestiones, gracias al euskera. Como muchos otros marineros, navegantes y pilotos de la época, Juan Sebastián Elkano –definido como ‘hidalgo’ por el piloto de la nao Victoria, Ginés de Mafra– también tuvo un fuerte vínculo con la orden de los franciscanos, como se analizará en su testamento. Este ambiente favoreció entre los comerciantes y navegantes vascos el desarrollo de la idea de igualdad jurídica y libertad fiscal, de personas, mercancías y relaciones, fortaleciendo el sentimiento de pueblo elegido. Como manifestaba el Consulado de Bilbao en un alegato de 1552, “los pueblos donde se da libertad son los que prevalecen”.
La nobleza que reclamaban los vascos, también era de espíritu, con valores como honradez, honor, sinceridad, virtud, valentía y lealtad, en un periodo en el que la confianza y la reputación eran imprescindibles para los negocios. Precisamente, es por todo ello por lo que durante los siglos XVI y XVII allí donde había vascos había algún convento franciscano –a veces agustino–, donde se crearon cofradías, generalmente bajo la advocación de la virgen de Arantzazu: Nantes, Huesca, Sevilla, Lima, Veracruz, Arequipa o México.
La aplicación de dichos valores es fácilmente apreciable en los testamentos y documentación epistolar. A través de los testamentos, los mercaderes podían devolver sus deudas y expiar sus pecados, ayudando a pobres y cautivos, o creando instituciones asistenciales (hospitales y casas de caridad) y realizando labores de caridad, como parte de la mencionada ética económica.
Armonía y orden social
De alguna forma, con la devolución de las cantidades adeudadas, se volvía al equilibrio y armonía, imprescindibles para el mantenimiento del orden social, uno de los valores más queridos por los mercaderes. Los vínculos con respecto a la orden de los franciscanos se prolongaban hasta la muerte y muchos vascos y vascas muertos en el País Vasco o fuera de él se enterraron amortajados con el hábito franciscano o de las clarisas, como señal de pobreza, obediencia y humildad ante Dios. El testamento de Elkano responde al modelo ideal de comerciante y navegante desarrollado por los franciscanos. De hecho, podemos considerar a Elkano como un personaje piadoso, misericordioso y generoso, tres virtudes que supo ejercer a través de su testamento, como tantos otros comerciantes y burgueses ingleses, franceses, italianos o vascos contemporáneos.
Su testamento incluye limosnas, exequias y aniversarios en Getaria, y hace frente a las deudas espirituales y terrenales contraídas concediendo ciertas cantidades al convento de clarisas de Santa Verónica en Alicante, al convento franciscano de La Coruña, a la iglesia de Santiago de Compostela y a la ermita de San Martín de Urdaneta. Para los cautivos en tierras musulmanas o su amigo Andrés San Martín, cautivo en Cebú, también destinó ciertas cantidades, así como para los pobres, por ejemplo, a través del convento de San Lázaro, situado en el monte de San Antón (Getaria), el hospital de dicha villa o para los 30 pobres de la misma. A nivel de Gipuzkoa, repartió diferentes cantidades entre el convento de Nuestra Señora de Arantzazu, Nuestra Señora del Juncal de Irún, Santa Engracia de Aizarna, San Pelaio de Zarautz y el convento de franciscanos de Sasiola (Deba).
En síntesis, lo que acercó a los comerciantes y navegantes vascos hacia los franciscanos, sobre todo a partir del siglo XV, fue el planteamiento de una religión más íntima y austera, fruto de su tradición ascética y mesianismo, aunque siempre mantuvieron su lealtad a la religión católica y a los postulados de la iglesia de Roma –frente al desarrollo de la reforma protestante–. A cambio, los mercaderes y comerciantes vascos, favorables a una cierta ética económica, colaboraron en la generación y redistribución de riqueza en el país y entre sus paisanos, incluso en la diáspora –donde establecieron instituciones religiosas y asistenciales basadas en el paisanaje, bajo la advocación de la virgen de Arantzazu–, contribuyendo así al bien común, entre otras fórmulas, a través de las mandas testamentarias establecidas antes de su muerte. En definitiva, ambos, franciscanos y mercaderes-navegantes, con su colaboración y sinergias contribuyeron al desarrollo económico y social del País Vasco durante la Edad moderna.