No conviene enterrar a Peter Sagan, tres veces campeón del Mundo, un ciclista extraordinario. El eslovaco que manda en el star system, brilló como una supernova en Foligno, un lugar que venera la velocidad, a tipos como Sagan, capaz de reinventarse para continuar con la liturgia de las victorias. El eslovaco no tiene la chispa de antaño, pero sabe competir al extremo. Asumido el límite de su velocímetro, Sagan lanza las volatas a decenas de kilómetros. Metódico, inteligente, cartesiano. Sagan, que es un malabarista habilidoso con aspecto despreocupado, improvisador, planeó su victoria al milímetro.

En una cota de cuarta categoría dispuso la locomotora del Bora, un tren de cremallera que atropelló el esfuerzo de Groenewegen, Merlier y Nizzolo. Los francotiradores de Sagan se cobraron tres piezas. Caza mayor. A más de 40 kilómetros de meta los desplazó del tablero. Figuras caídas. En ese ajedrez, se mantuvieron en pie Gaviria, Cimolai y Viviani. Superaron el ahogo, pero en el esprint les faltó mecha. Allí se iluminó la estrella de Sagan, feliz porque los planes le salieron bien. Perfectos. Sagan se subió a hombros del Bora y se impulsó a la dicha. Ese espacio lo comparte Egan Bernal, feliz de rosa después de un pulso estupendo y fugaz con Evenepoel. Ambos esprinters por un día. El belga arañó un segundo al colombiano, que alcanza la jornada de descanso con una renta de 14 segundos sobre Evenepoel. El Giro aún está en un puño.

Lejos de ese escenario, Marengo, Van Hoorn, Pellaud, Rivi y Goossens se pusieron en marcha en cuanto el banderín de salida cayó. El taxímetro de Marengo y Pellaud contó su cuarta huida. Son unos rebeldes. Irreductible su afán por sentir el viento en la cara, esa sensación única de libertad, aunque ambos estén marcados por el sello de la condicional. Indomables, Marengo y Pellaud persisten para salir del anonimato. Ese escondite lo abandonó Van der Hoorn, que saboreó la burbuja de la felicidad días atrás. Tan bien le fue a Taco, que su recuerdo le condujo a través del presente para buscar el futuro. Goosens y Rivi tampoco quisieron perderse la excursión en la etapa más pacata y corta del Giro. Un paseo antes del día de descanso. En busca del barbecho, los ciclistas llenaron la mirada de vistas preciosas, de parajes extraordinarios. Se bebieron el paisaje con los ojos.

Partieron de L'Aquila, donde hace doce años un terremoto devastó la ciudad. En ese lugar la memoria trasladó a Pello Bilbao al recuerdo de uno de sus triunfos en el Giro. La Corsa rosa quiso rememorar el renacimiento de L'Aquila. Los andamios de la rehabilitación atestiguan el socavón del desastre. La ciudad, entre cicatrices, aletea de nuevo. El vuelo de los fugados, las palomas mensajeras de las utopías, siempre estuvo controlado por los halcones del pelotón. No abundan los esprints. Ewan, el más capacitado, abandonó y eso aligeró las piernas del resto de velocistas, deseosos de festejar un triunfo. A la fisionomía del Giro le queda una volata, la de Verona, pero nadie sabe si será capaz de llegar a la balconada de Romeo y Julieta. Las montañas de la carrera italiana son más crueles que las riñas entre los Capuletos y los Montescos.

A los fugados les frenó un paso a nivel. Pie a tierra. Los cinco mirando al tren que pasa. Les cayó la barrera de las casualidades. Una escena peculiar. Eso redujo un par de palmos la renta con el pelotón, que nunca les concedió demasiado palique. Las escuadras de los tipos rápidos estaban cansadas del éxito de los jornaleros. En un final ideal para desatar vatios y electricidad, apagado el cohete de Ewan, el Bora apretó el acelerador para liquidar a los escapados. Marengo había cedido. El resto duró un par de planos más.

EL BORA, AL ATAQUE

Los mayordomos de Sagan se encargaron de tensar en la tripa de Italia, en Umbría. A Merlier se le cortó la digestión. El eslovaco quería vencer el esprint a más de 40 kilómetros de distancia. El plan del Bora en un puerto de cuarta categoría desquició a Nizzolo, que se quedó colgado de la percha de la impotencia junto a Campenaerts, que actuó de remolcador. Lo intentaron hasta los estertores. Les pudo el muro de realidad. Vaciados, tuvieron que rendirse. Antes dimitió Groenewegen, incapaz de engancharse al estirón. Las balas de los sicarios de Sagan las esquivaron Gaviria, Cimolai y Viviani. Las balas de plata se cruzaron más tarde en un tiroteo frenético. Un OK Corral entre líderes.

Bernal y Evenepoel se retaron en un esprint bonificado. Miradas que matan. Fue un duelo maravilloso. El Deceuninck se armó. Disparó primero. Al sonido de la detonación acudió Ganna, un coloso. Cobijó a Bernal para tomar la delantera. Evenepoel, orgulloso, poderoso, peleó cada pulgada. Salió del rebufo y adelantó a Bernal. El Ineos defendió al colombiano con Narváez, que rebañó los tres segundos. Evenepoel se quedó con dos y Bernal, con uno. El belga restó una pizca al líder y demostró que su ambición es ilimitada. Dos campeones frente a frente. Hombro con hombro. El colombiano y el belga chocaron sus manos después del fogonazo. Entente cordial. Mutuo reconocimiento. Duelo de caballeros.

En Foligno, la ciudad que honra a Orfini, el impresor que imprimió la primera edición italiana de la Divina Comedia, la obra de Dante Alighieri, se desató Peter Sagan. El eslovaco batió a Gaviria después de desprenderse de buena parte de la oposición en una puerto que él sufrió, pero que fue capaz de plegar. Sagan no posee la llamarada de antaño, pero conserva intacto el olfato del triunfo. Quema a los rivales a fuego lento. El Bora prendió esa pira. Coció a Nizzolo, Merlier y Groenewegen. Viviani, que resistió, se hundió en el esprint. Cimolai, otro superviviente, tampoco tuvo el repris necesario. Gaviria no pudo sacar la cabeza del diván. El colombiano compitió con Sagan lo que pudo, pero no encontró capacidad para el remonte. El eslovaco empastó el hueco de Molano, el lanzador de Gaviria, y levantó el puño. Sagan siempre está presente. En su ocaso atravesó el infierno, ascendió hasta el purgatorio y encontró el paraíso. Un triunfo en tres actos. La Divina Comedia de Sagan.