Chile es la constatación más reciente de que el auge de la extrema derecha en Occidente no es un accidente coyuntural, sino un proceso sociopolítico de alcance. La democracia encara las limitaciones de su racionalidad y se debilita con cada decepción en la gestión de las expectativas sociales por parte de las fuerzas tradicionales, reforzando la acción-reacción de los extremos ideológicos. Chile es el país con la segunda mayor renta per cápita de Sudamérica y con niveles de pobreza relativamente bajos en comparación con su entorno, pero en su ciudadanía se ha gestado una sensación de inseguridad, desigualdad y estancamiento vital que ha alimentado opciones reaccionarias. En Europa, el crecimiento sostenido de la ultraderecha responde a un malestar de fondo similar, aunque arraigado en contextos distintos. El votante de extrema derecha no busca tanto un programa técnico como una promesa emocional: orden frente al miedo, identidad frente a la incertidumbre y sustitución de élites políticas y económicas distantes y poco ejemplarizantes. Se alimenta en la percepción pública la imagen del migrante como sospechoso, del feminismo como amenaza o de la globalización como conspiración contra la gente de la calle. La simplificación de problemas complejos es estéril en términos prácticos, pero ofrece la ilusión de soluciones rápidas. En Chile –como en el Estado español y en otros lugares de Europa–, el contraste entre indicadores macroeconómicos y experiencia cotidiana de precariedad, endeudamiento y miedo al descenso social ha erosionado la credibilidad de las fuerzas institucionales, que no están logrando asentar la percepción subjetiva de progreso compartido en una mayoría ciudadana hasta implicarla en la salvaguarda de principios democráticos. La extrema derecha promete enunciados sin programas que incidan sobre la calidad de vida, los servicios públicos, la mejora de las condiciones de trabajo... Su relato carece de profundidad, pero agita el descontento. Esta dinámica ideológica sacrifica principios y derechos asociados a la democracia liberal, la corresponsabilidad y el equilibrio social. Y se retroalimenta con una extrema izquierda reactiva que reproduce la superficialidad y emocionalidad de su némesis. Una peligrosa pinza de consecuencias aún no medidas. l
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