Los límites al ejercicio del poder de los mandatarios en democracia pasan de modo general por la consideración de su sometimiento al control del poder legislativo y por la contención que el código penal impone de modo razonable al conjunto de la ciudadanía. La protección de los actos realizados en el ejercicio del cargo público ha ido incorporando la necesidad de discernir entre el libre ejercicio de la responsabilidad sin verse sometido a obstrucción mediante demandas penales por interés partidista. De ese modo, se establecen mecanismos de inmunidad en el ejercicio de la actividad política que se lleva al extremo en el caso de los jefes de Estado, como se ha podido comprobar en el pasado reciente en la persona del rey de España y su inviolabilidad, que constituye una salvaguarda de la función de la que se beneficia la persona, situada por encima del principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley. El Tribunal Supremo (TS) de los Estados Unidos acaba de hacer su propia versión de esta práctica de la que se beneficia quien llevó al extremo el uso del cargo de presidente en beneficio propio hasta el punto de poner en peligro el orden democrático en el país: Donald Trump. Formalmente, el pronunciamiento del TS alude a que son los actos oficiales los blindados del procedimiento penal. Pero en la descripción de los mismos y la causa por la que se ha pronunciado –los intentos de Trump de revertir el resultado electoral en 2020 y agitar el bulo del fraude sobre el que se sustentó el asalto al Capitolio para impedir que se oficializara su derrota ante Joe Biden– establece una impunidad ante cualquier delito o arbitrariedad que un presidente pueda cometer durante el ejercicio de su cargo. La interpretación del TS de lo que es un acto oficial y uno privado contiene la semilla de la impunidad. El Tribunal, mayoritariamente nombrado por los presidentes republicanos George W. Bush y el propio Trump, llega a considerar acto oficial la presión ejercida por el presidente sobre el fiscal general para que revirtiera los resultados electorales. Así, la salvaguarda formal frente a la impunidad se vacía de contenido y facilita usar el poder público en beneficio propio y es tan inoperante como la renuncia de la legislación española a imputar al rey por cualquier acto delictivo, tanto en su actividad pública como privada.