EL juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz suspendió ayer el bloqueo cautelar de la red social Telegram tras constatar el impacto poliédrico de su primera decisión. Da la sensación de que el juez pecó de imprudente en un procedimiento investigador del que, obviamente, desconocía su alcance y consecuencias en tanto, unilateralmente y sin informarse debidamente, adoptó una medida cuyas consecuencias afectan a la comunicación y acceso a actividad económica de particulares y organizaciones de todo tipo. No obstante, el fondo de la cuestión sigue mereciendo reflexión en tanto el eventual uso de esta red social y de otras para la comisión de presuntos delitos así lo demanda. El marco tecnológico que ha construido una serie de potentes plataformas de comunicación e intercambio de información ha ido por delante de la capacidad regulatoria en la que reside la debida protección de sus usuarios. Convivimos con entornos paralelos a aquellos en los que la acción pública puede intervenir efectivamente en defensa de los derechos de las personas, creando espacios de impunidad e indefensión. No obstante, la fórmula de obstruir sistemáticamente esos avances es garantía de fracaso por resultar en un intento de poner puertas al campo, con millones de usuarios dispuestos a manejar las ventajas de las herramientas aun a costa de arriesgar la integridad de sus datos. Circunstancia diferente es el hecho de que las grandes plataformas tecnológicas deben someterse a una normativa que regule su actividad desde principios de libre acceso, protección de la propiedad intelectual y garantía de privacidad de sus usuarios. Los gigantes tecnológicos se han erigido en actores difíciles de controlar por la dimensión de sus posibilidades económicas y el manejo muchas veces en exclusiva de desarrollos que les sitúan en posición de práctico monopolio. En respuesta a esa situación, las autoridades de Estados Unidos y la Unión Europea están interviniendo en defensa de los derechos de la ciudadanía. Apple, Meta y Alphabet están bajo investigación de la Comisión para aplicar la normativa antimonopolio europea, pero el impacto de una eventual posición de dominio trasciende la libre competencia. El marco es resbaladizo y exige una cooperación leal de las empresas para garantizar derechos que no siempre se da.
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