VUELVE a girar otra factura a la estabilidad y la reconducción de las divergencias hacia el diálogo el inmenso error que supuso abocar la pugna política al arbitrio de los tribunales para eludir encarar realidades sociopolíticas diferentes a las dictadas desde el modelo decimonónico del estado-nación. La Sala Penal del Tribunal Supremo (TS) ha utilizado la revisión de penas de los condenados por el procés catalán para enmendar la plana a las reformas legislativas aprobadas por el Congreso en materia de sedición y malversación, llenando la justificación de sus decisiones de mensajes ideológicos e interpretaciones que sitúan a la sala en el papel de oposición. Casi es el menor de los efectos de la sentencia de la Sala de Manuel Marchena el hecho de que mantenga la inhabilitación de Oriol Junqueras hasta 2031. Es mucho más significativo su rechazo de las reformas de los delitos de sedición y malversación aprobadas por la mayoría del Poder Legislativo. No estamos ante un pulso del Tribunal con el Gobierno Sánchez en la línea de otros pronunciamientos anteriores, en los que siempre se arrogó un derecho a actuar con independencia. Lo que subyace en la decisión del TS es la pugna por imponer una determinada percepción del funcionamiento de la democracia condicionando al poder depositario de la soberanía, el único legitimado por las urnas. El auto del Supremo incide tanto en su propia interpretación de lo que considera que deben ser los delitos de sedición y malversación que contradice la letra y, sobre todo, el espíritu de la reforma aprobada. Entre sus críticas se desliza el fondo de su criterio de lo que debe y no debe ser el ordenamiento penal. Una función que compete a otros poderes del estado en su proposición y definición pero que la Sala de Marchena se implica no como poder independiente sino alternativo a la voluntad de los otros dos. Su queja sobre la reforma del delito de sedición es muy explícita: “Deja impunes los procesos secesionistas que no vayan acompañados de actos de violencia o intimidación”. Lamenta, así, la ausencia de margen punitivo que le permita frenar una iniciativa política. Sin violencia e intimidación, esta adquiere la legitimidad que le otorgue una mayoría social. Confrontar con esa mayoría desde el tribunal es otra línea roja desbordada que debilita principios de libertad política.