EL desencuentro entre las familias del soberanismo catalán sigue profundizándose con episodios como el de esta semana, que acabó convirtiendo una protesta que pretendía visibilizar la persistencia del impulso soberanista en un pulso interno que ahonda la brecha entre sectores de su mayoría social. Oriol Junqueras ha pasado, en el imaginario de un sector soberanista catalán, de héroe encarcelado por defender el derecho de los catalanes a votar en el referéndum del 1-O a traidor por rendirse a la evidencia de la fútil unilateralidad fracasada de la fase de mayor ebullición del procés. El soberanismo catalán tiene que encarar el retorno a la faceta que precisamente más había trabajado históricamente: la institucionalización de su proyecto. En ello tiene un trabajo largo que hacer ERC, que se ve ahora en la necesidad de liderar las instituciones y conducir hacia procesos de garantías democráticas y legalidad lo que la mera voluntad expresada en la calle no le va a dar, aunque su gestión haya servido para situar a Aragonès al frente del Govern. La transformación de su discurso y sus prácticas está en el fondo del coste de imagen que está teniendo que asumir. Se podría decir que el soberanismo agrupado en JxCat en torno a la figura de Puigdemont gira ahora a Aragonès la factura del callejón sin salida al que se condujeron ambos tras laminar al sector más moderado del soberanismo, ahora en fase de refundación de la mano de Bonvehí y el PDeCAT. La carencia de proyecto que anime a compartir sus pasos por parte de la mayoría social, más allá del objetivo final de la independencia, es un factor de desistimiento. La movilización reivindicativa pierde dimensión e influencia en la misma medida en que resulta más difícil compartir la calle. En ese sentido, se antoja un grave error dividir ambos ámbitos –el institucional y la calle– y pugnar por cada uno de ellos en oposición al otro. La protesta en la calle se torna contra el ámbito institucional y acaba enfrentando a los dos sectores independentistas que lideran cada uno de ellos. La movilización de esta semana no causó el menor efecto sobre Sánchez y Macron porque no sirvió para visibilizar el soberanismo de Catalunya frente a los estados español y francés. Pero sí profundizó la grieta entre proyecto político institucional y anhelo frustrado por la improvisación.