EL solemne funeral, el largo y ceremonioso cortejo fúnebre y, finalmente, el emotivo entierro de los restos mortales de Isabel II en la capilla de St. George del castillo de Windsor culminaron ayer los actos, milimétricamente calculados, con los que Gran Bretaña ha despedido bajo la atenta mirada del mundo a la que ha sido su reina durante setenta años. Se cierran así diez días de luto por el fallecimiento de la soberana que han terminado siendo mucho más que una extraordinaria muestra de respeto institucional y social hacia la monarca. Podría decirse que incluso con su muerte, Isabel II, fiel a su concepción de lo que representa la corona, quiso mediante el minucioso diseño de sus funerales brindar un último servicio a lo que entregó su vida: el reino británico y, por extensión, la monarquía como institución, su esencia, su carácter perdurable e inmutable como signo de estabilidad y, con ello, su vigencia en el siglo XXI. El meticuloso diseño durante décadas de las denominadas Operación Puente de Londres y Operación Unicornio –que se activarían en función del lugar en el que muriera la reina– en las que Isabel II marcó su impronta y su voluntad se han revelado en realidad como una Operación Monarquía destinada a glorificar la corona identificándola con la figura de un personaje reconocible y muy querido en todo el mundo, maquillando bajo la solemnidad, la rancia pomposidad y el populismo el progresivo deterioro de la institución, su excesivo dispendio, su falta de empatía hacia los problemas sociales y la falta de transparencia. Con ello, se trataría de ocultar el creciente desapego de amplias capas de la sociedad hacia una institución que consideran no democrática y el progresivo incremento del sentimiento republicano, mayor aún en naciones como Escocia. La imagen del rey Felipe VI, visiblemente incómodo, sentado por la fuerza del estricto protocolo británico junto al emérito Juan Carlos I –una fotografía que el monarca había logrado evitar a toda costa hasta ahora– es la muestra palpable, pese a los esfuerzos por ocultarlo, del declive de una institución obsoleta que se resiste a dejar paso a la modernidad y el progreso democráticos. Mucho más que este exceso de exhibición de solemne distanciamiento y maquillaje deberán mostrar las distintas realezas europeas si no quieren verse definitivamente superadas en breve por la historia.