Aketza Blanco (La Arboleda, 1978) se le arremolinan los recuerdos y se le asoma una media sonrisa, que se enreda en el zarzal del pasado, hundida como una raíz en un rostro amable. Cambia el peso de un pie a otro. Es un hatajo de nervios. Es todo músculo y pellejo en un andamiaje coronado por una mohicana y una perpetua risa. Brillo en los ojos, rodeados de las montañas del calendario. “Suerte”, dice Aketza, que apela a la fortuna para hablar de dónde está él y de dónde reside el destino. Pero tal vez no. El Roble de La Arboleda quizás sea discípulo de la suerte, que se prendió de su pecho amplio -“es un gran tipo”, dice Txerra Dehesa (Santurtzi, 1973), su entrenador, mientras le mira con cariño- y de su pericardio, con una cicatriz cerrada que le coloca una postura de héroe de la que huye, de un ave fénix, de un corazón gigante que siempre le ató al cuadrilátero con más sacrificio y coraje que razones técnicas y que abandonará el sábado en casa junto a su hija Iraia (La Arboleda, 2004). Cumplirán sus ilusiones: el padre cuelga los guantes en el frontón Municipal y la hija toma la alternativa. Pelos de punta.

“Será una velada muy emotiva”, coinciden Dehesa, Iraia y Aketza, un tipo muy querido en La Arboleda y un sobreviviente. No en vano, el veterano púgil se encontró de frente con la mala fortuna vestida de un delincuente que perseguía a una mujer en La Arboleda en noviembre de 2017. El deportista estaba tomando algo con unos amigos y vio a la víctima ensangrentada en plena carrera. “Fue cuestión de instinto, me salió de dentro”, dice el boxeador. No se lo pensó dos veces. Fue un segundo. ¡Pum! Se colocó en medio y frenó al tipo, que había agredido a la mujer. No sabía que llevaba un cuchillo “escondido en la manga”. “Fue muy rápido. Ni me enteré de la puñalada. De repente, me miré y me di cuenta de que tenía la camiseta manchada de sangre. Me desplomé. Intentó venir a rematarme, pero mis amigos le pararon”, cuenta el boxeador. Iraia, por su parte, recuerda que un amigo, Jorge, fue el que “ayudó con los primeros auxilios”. Llegó al hospital casi desangrado y estuvo cuatro horas en el quirófano con el esternón abierto. “Los médicos dijeron a mis padres que si el arma había tocado el corazón, y creían que sí, no iba a salir. Tuve suerte”, restaña con la media sonrisa. La pinchada tocó el pericardio, pero no el músculo cardíaco. Por un pelo. Medio centímetro le salvó la vida. “Al tener una mayor capacidad torácica por el boxeo, no me alcanzó el corazón”, evoca. Sobrevivió. Salvó la vida a la mujer jugándose su propia integridad. Se incendiaron los móviles. “Notaba un ambiente raro en casa de mis tíos en Santurtzi y cuando me enteré me llevé un disgusto muy grande. Estuve días sin comer ni dormir. Al verle en la UVI no podría parar de llorar”, recita su hija.

Después del paso por el quirófano, vino lo peor. “Los dos primeros meses tenía que dormir sentado, porque se me podía abrir la herida del esternón. A veces ni pegaba ojo. Fue una mala época”, confiesa Blanco. “Le vi muy mal. Pero poco a poco, muy poco a poco, volvió a ser el mismo de antes”, recuerda Txerra. Y un día apareció por el MT Boxing de Sestao, sito en el polideportivo de La Benedicta. Era octubre. “Se le notaba la cicatriz y pensamos en que se aburriría. Siguió. Dijo que iba a pelear. Nos comentó: ¡Me jubilo yo, no será un delincuente quien me jubile!”, desbroza el preparador santurtziarra. “Saber que regresaba fue una alegría enorme. Era el final del proceso”, admite Iraia. Fue un año de barbecho. “En cuanto me dieron el alta para trabajar, pensé en volver al deporte. En octubre intenté regresar, pero me dolía el pecho. En enero me sentí mejor y tiré para adelante. Recuerdo que a veces hacía sparring y tenía que salir a vomitar del esfuerzo”, sostiene Blanco. Regresó en Urduliz en abril. Tardó, pero volvió. Alma de gigante. Sin embargo, no tuvo “buenas sensaciones” y sí muchos “dolores musculares”. Era el “momento” de dejarlo. Será el sábado.

LA MISMA VELADA “Mi ilusión era pelear”, analiza Iraia Blanco, quien le decía desde pequeña a su padre que quería hacerlo en la “misma velada” que él. Mientras derrapaba el tictac del reloj, la chica creció un año en el kickboxing y se pasó al boxeo, le gustaba más. Su padre le entregará su testigo en La Arboleda. “Estamos muy orgullosos”, desbrozan. Aketza cierra un ciclo contra el zaragozano de origen marroquí Adberamin e Iraia hará su cuarta pelea amateur ante la riojana Lucía San Martín. “Todo lo que Aketza no ha sido, trata de inculcárselo a su hija. Es un boxeador de coraje, pero se ha dado cuenta de que el camino a seguir tiene que ser el del orden, el cerebro y el sentido común. Son dos trabajadores natos que no dudan en esforzarse al máximo”, recalca Dehesa. En casa, no hay mucha “discusión” sobre el pugilismo, aunque el aita de Aketza también sea un entendido del ensogado. De casta...

Respecto a la cita del sábado, en la que habrá otros cuatro combates más -empieza a las 20.00 horas y la venta de entradas está ya en marcha-, no sienten “mayor tensión”. “La gente está animada. En Meatzaldea, donde nos conocemos todos, me están dando mucha fuerza y mucho ánimo”, finaliza Blanco, boxeador y hombre de mil pelajes: héroe, superviviente, currela, corajudo luchador, padre, hijo, ave fénix. Y todo corazón. De roble.