Van der Poel es de otro planeta. O eso es al menos lo que se deduce después de atravesar el diccionario de los piropos y las onomatopeyas del asombro. Todo en Mathieu Van der Poel conduce al origen del universo. Big-bang. El neerlandés es la gran explosión. El principio. El fuego. Puro salvajismo. Una fuerza bruta de la naturaleza. Un terremoto de vatios. Una bomba nuclear. Solo desde esa perspectiva se puede comprender el impacto de Van der Poel, que es un pelotón entero. Un Sansón capaz de derrotar a todos. Estalló Van der Poel para huir del frío y la onda expansiva provocó un seísmo que colapsó la escala de Richter de una majestuosa Tirreno-Adriático.

El mismo lenguaje remite irremediablemente a Tadej Pogacar, el que “monta en bici como un minero”, según definición del ortodoxo Dumoulin. El esloveno pertenece a la estirpe de Van der Poel pero es más fino, menos rudimentario. Pogacar es un hombre para generales y tal vez para la historia. Un campeón sin grietas. Es el nuevo patrón del ciclismo. El jefe. Pogacar es otro ser extraordinario que completó otra estratosférica exhibición. No se le vislumbra límite. El cielo se le queda corto. Tan superior es Pogacar, que actuó como un emperador. Se lanzó a por Van der Poel, que lo había puesto todo patas arriba a 50 kilómetros de meta y cuando restaban 17, liquidó a Van Aert y Landa. El neerlandés perdió 39 segundos en su persecución y el murgiarra, otra vez entre los mejores, se dejó 2:15 con el esloveno. Pogacar lidera la carrera sin agobios. Vive en otra dimensión, en la morada de los dioses. Landa es tercero.

Dio la impresión de que el esloveno, con la carrera en el bolsillo aunque restan dos días de competición, tuvo clemencia y dejó que Van der Poel, extenuado al máximo, dislocado el rostro, enmarcado en el calvario, alcanzara la gloria cuando solo le quedaba el soporte del alma y los ojos hinchados de la tunda que se pegó. El neerlandés se subió al ring de los imposibles. Pero eso no le asustó. Él provocó el terror que desprendió a Sergio Higuita y a Quintana, que magulló a Van Aert e hirió a Landa. Todo ocurrió en un día inolvidable que ocupará más de un tomo entre los incunables del ciclismo que transpiró una jornada estupenda, cruel, dura, bella, agonística. Desnudos los ciclistas en un trazado hostil, en un día tremendo, húmedo, frío, desconsolado y depresivo. Miseria para los corredores, espectáculo magnífico para una clásica de locura.

El tremendismo de Van der Poel, con esa forma de correr de rompe y rasga, realzó un espectáculo mayúsculo en un trazado de arenas movedizas, repleto de trampas. No había grandes puertos, pero el recorrido, con 206 kilómetros burlones y exigentes al extremo, se asemejó a una expedición de supervivencia a través del Himalaya. El frío agarrotó la etapa hasta que la barrenó Van der Poel, que tronó del grupo de los elegidos cuando restaba un mundo. No se lo pensó. Corre por instinto. Animal.

El alzamiento del neerlandés, amortizado para la general, descarnó a Higuita o Quintana y enfrió a Van Aert, con la tiritona encima. Landa soportaba las inclemencias pendiente de Pogacar. Van der Poel, un cohete a reacción, devoraba kilómetros, los trituraba coceando los pedales. El neerlandés era ajeno al plan de Pogacar, que en uno de tantos repechos, se agitó con fuerza. Imparable. No hay dique capaz de contenerle. Van Aert y Landa pelearon por seguirle, pero le perdieron el rastro. Cenizas. Pogacar, que persiguió como un poseso al neerlandés, pudo ejecutar a Van der Poel, para entonces grogui en el último repecho. Estaba desfondado. Tal vez le perdonó Pogacar. El esloveno reconoció su valentía, su acto heroico. Era su imagen en el espejo. Son lo mismo. Una hipérbole.