El pizpireto Giro de Italia, tan pasional, tan de rosa, tan de mayo, tan del mes de la flores, cuando se anuncia la primavera del ciclismo, se pasea con el aire taciturno que reparte la melancolía del otoño, entre la hojarasca caduca en un año tan extraño que se asemeja a un viaje lisérgico, tal es la distopía, tal es encontrar mayo en octubre y el Giro en otoño, en el ocaso de la campaña. La Grande Partenza señalaba con entusiasmos a Budapest, pero el coronavirus desestimó la idea. Volatilizados aquellos tres días de primavera húngara, el Giro ondeó una alternativa a la zozobra provocada por la pandemia del coronavirus y encontró el puntapié de la bota, Sicilia, que sirve para todo, como condena o redención. La sureña ínsula será mañana la rampa de despegue con una crono individual de la corsa rosa, reinventada al estilo italiano: la inspiración de la improvisación. La marca de Italia.

Con ese modelo, más respetuoso con el patronaje clásico de ciclismo, lejos del garajerampismo que siembra de exclamaciones youtube y resume las carreras en apenas minuto y medio, el Giro se despliega a través de su tradición; la de una carrera grande por su narrativa y los paisajes que moldean su historia. Fiel a su biografía, en honor a su pasado, el Giro, que pinta de rosa cada rincón de Italia que roza, vive el presente que deja la incertidumbre del coronavirus y el brindis francés del Tour, aún boquiabierto con Pogacar. La carrera italiana, adaptada a las circunstancias, asoma incluso después del Mundial para encadenar una campaña sin resuello. No será el Giro el área de descanso para estirar las piernas en una edición que mira con descaro hacia arriba. La carrera en la que se amontonan las montañas a modo de sedimento, medirá la altura de sus opositores.

Influenciadas las grandes luminarias por el sol del Tour, la corsa rosa establece un firmamento más opaco, pero que el Giro, con un trazado que venera las cumbres, otorgará relieve. Vincenzo Nibali, Simon Yates, Geraint Thomas, Jakob Fuglsang y Steven Kruijswijk se perfilan como los contendientes por el trofeo Sensa Fine, un galardón de una extraordinaria belleza. La senda que deberán seguir parte de Sicilia con una contrarreloj que en realidad es un descenso. Una ligera subida y un picado de 16 kilómetros hacia Palermo, la capital. En el paso por la isla, las fumarolas del Etna, el volcán, darán calor a la carrera. En su ascensión crepitarán los favoritos, dispuestos a posicionarse lo mejor posible para el salto a la península. El pelotón deberá alcanzar la cima de Piano Provenzana a 1.775 metros de altitud después de 18,2km al 6,8% de pendiente media de escalada desde la vertiente norte del volcán. La lava del Giro. Allí tomará temperatura la carrera italiana.

Crono de 34 kilómetros

Crono de 34 kilómetros

La segunda semana, el reloj del Giro determinará hacia dónde giran las manecillas de la carrera, servirá para señalar a unos u otros. La contrarreloj individual de 34 kilómetros de Valdobbiadene se antoja uno de los puntos calientes de la carrera, dispuesto el Giro a dignificar el peso de la lucha individual con tres cronos, un patrón en desuso en el Tour y en la Vuelta. A partir de lo que determine la crono, llegará el momento de ponerse a prueba en la llegada en alto a Piancavallo, meta que alcanzó Landa en 2017, después de otras tres ascensiones.

La carrera se tomará entonces el segundo respiro. Al regreso del asueto, el Giro desplegará lo más bello, salvaje y cruel en la semana de cierre. Traca final. Pirotecnia. Será un desplegable que subrayará el brutalismo, el alma del ciclismo, su agonía infinita con unos viajes hacia lo más hondo en jornadas de montaña por encima de los 200 kilómetros, un canto al ciclismo que fue. San Daniele Friuli establecerá el paso hacia el infierno, porque en el ciclismo el averno conecta con el cielo a través de las montañas. Los majestuosos Alpes, tan simbólicos, tan duros y orgullosos, estrujaran el Giro.

Habrá que ver si en octubre, en las alturas donde se congela la nariz y los carámbanos festonean las cunetas, la meteorología permite la travesía de una carrera que puede congelarse de frío y derivar en un trazado alternativo. La cima de Madonna di Campiglio, otra postal de la memoria sonriente de Landa en 2015, el inédito Laghi di Cancano después del Stelvio (casi 2.800 metros) -si la nieve no monta una barricada infranqueable- y el taponne que suelda Francia e Italia a través de las crestas con llegada en Sestriere tras coronar cimas vertiginosas como Agnello (por encima de los 2.700 metros), Izoard (más de 2.300 metros) y Montgenevre, se presuponen decisivas. Después de esos colosos, quedará pendiente la crono de Milán, 15,7 kilómetros, juez final del Giro de las hojas muertas.