el infierno estaba en Manila. En el Coliseum de Quezon City, a pocos kilómetros de la capital filipina, cuando se desperezaba octubre de 1975 y las esquirlas de la guerra de Vietnam, los veranos del amor y la segregación racial aún resbalaban por la piel de acero de Muhammad Ali. El púgil lenguaraz, hambriento y comprometido lo visitó junto a un mal compañero de viaje: Joe Frazier, del que pensaba que estaba acabado tras el paso por Jamaica y besar seis veces la lona ante George Foreman. Joe le dijo que no en mitad del averno con un croché de izquierda, que ni lo soñara, que, en un estadio a cerca de 45 grados, humedad, a las 11.30 horas de la mañana para que coincidiera con los horarios estadounidenses, 28.000 personas en las gradas, 650 millones de espectadores y un retrovisor cargado de reproches y calentamiento verbal previo, si alguien tenía que ser un diablo, era él. Joe, non-stop, era el aspirante campeón del que se esperaba que fuera bajando los brazos en su carrera. Se suponía lo mismo de Ali, del que analiza Jaime Ugarte, experto en boxeo, que “había pasado sus mejores años apartado de los cuadriláteros por haberse negado a ir a Vietnam”. Muhammad dijo entonces que no tenía problemas con los Viet Cong, porque “ningún Viet Cong me ha llamado negro”. Fuego y gasolina. Nunca se lo perdonaron. Era el boxeador de los negros. El rey.

Y vistió el tercer episodio del pleito entre él y Frazier, revestido de su verborrea y su capacidad de hablar, de una batalla entre él y el púgil de los blancos, Joe, al que le dijo Tío Tom, ridiculizó en las conferencias previas, le llamó “gorila” y lo dejó en nada. El de Filadelfia, serio, no contestó y “nunca se lo perdonó”. Esperaba al infierno. “Ali era un auténtico as con el micrófono. Dominaba la oratoria como el mejor monologuista y para él aquello era un show. Pero es que, además, era un boxeador grandísimo. Cualquiera a su lado podría parecer apocado. Incluso hablaba en el ring”, cuenta Ugarte. De ahí vino parte de su fama y a la pelea la llamaron Thrilla in Manila. El de Filadelfia le contestó que “era el show de Ali”, no el suyo. “Era el tercer enfrentamiento entre dos campeones de los pesados y el desempate entre ambos. Era el combate definitivo. Frazier ganó el primero y Ali el segundo”, cuenta el experto sestaoarra. Además, Filipinas estaba bajo el puño del dictador Ferdinand Marcos, que buscaba pescar publicidad para el régimen.

El histórico de Kentucky se plantó en Manila con una corte que llenó cincuenta habitaciones de hotel y su novia, Verónica Porsche, a la que no negó como mujer, mientras su verdadera esposa Belinda estaba en Estados Unidos. Lo vio por televisión y viajó desde Chicago para cantarle las cuarenta a Ali. Genio y figura. Frazier, sencillo, solo llenó 17 habitaciones.

El pleito, caliente, fue una guerra cruel. “Cuarenta años después la seguimos recordando porque, aunque quizás no fue la cita más brillante, sí que fue épica y una auténtica batalla. Ha sido uno de los grandes combates de la historia. Frazier era un tipo que presionaba mucho y no dejaba respirar. No daba un paso para atrás. Ali, por contra, era durísimo y, si bien no tenía tantas piernas como antes, era muy rápido”, admite Ugarte. La pelea tuvo diversas fases: en la primera se impuso el de Kentucky y en la segunda su contrincante, que aguantó el tirón, diésel, se puso en cabeza, porque “Muhammad se fue cansando y tomó la alternativa”. Joe era pegador.

Fue la tercera de un combate a quince asaltos, algo impensable ahora, la que llegó a ser a “vida o muerte”. “Eddie Futch, entrenador del de Filadelfia, fue el que tuvo que parar la pelea”, cuenta Ugarte. Fue en el catorce. “La batalla pasó a tintes dramáticos. Se pasó la raya de pelear sin fuerzas, a hacerlo de corazón. Con el tiempo, las comisiones médicas vieron que había que bajar el número de asaltos a doce, porque esos nueve minutos pueden tener consecuencias fatales. En esta pelea, podía haber sido así”, dice el experto vizcaino. Pues bien, a partir del doce, a Frazier, con el ojo izquierdo hinchado, sin vista, y el “derecho casi”, se le empezaron a apagar las luces. El infierno. A Ali le duró el gas, por poco, y se dio cuenta de que por el flanco zurdo le entraban mejor las manos. Le castigó, le tiró el bocado en el trece, la mandíbula sufrió y le temblaba todo. Los dos estaban al límite. Pero el de Philadelphia más.

Al término del asalto, Futch comprobó que su pupilo no veía y paró la pelea. Frazier no quería. Prefería salir a ciegas. “No eran conscientes de que estaban al límite. Los dos. Podía haber tenido un desenlace muy tétrico”, advierte Jaime Ugarte. Desde esa esquina no sabían lo que pensaba Ali, que “era lo más cerca que había estado de la muerte”. Con la renuncia de Frazier, al de Kentucky no le dio ni para celebrar. “No se lo podía creer. Fue el momento más álgido de los dos”. A Joe le dijo Futch en la esquina que ya bastaba: “Ya está hijo, tengo que parar el combate. Lo que habéis hecho hoy nunca será olvidado”.