El verano no ha cesado la actividad del colegio Luis Briñas, donde un apiñado montón de camiones, estacionados en el patio de recreo del centro educativo de Santutxu, despierta la curiosidad de los vecinos de este barrio bilbaino. El motivo de semejante despliegue es el rodaje del segundo film del director Ángel González, La regla de Osha.

A caballo entre el 'thriller' sobrenatural y el drama social, la producción narra la caída a los infiernos de Belén (Mariela Garriga), una asistente social atormentada por el recuerdo de una joven cuyo suicidio no pudo impedir, a la que le asignan un nuevo caso después de una larga baja. Su misión: encauzar la vida de Kevin (Blas Polidori), un pandillero de origen latinoamericano que desata fuerzas oscuras en un ritual ocultista.

El terror como pretexto

La historia, cuenta el director, combina ambos géneros para explicar un tema social, el de las pandillas: "Nuestra idea es tratar este fenómeno como algo que no está únicamente relacionado con la delincuencia juvenil o la supervivencia humana, sino como un efecto colateral fruto de la exclusión social, el desarraigo o la desigualdad". Situaciones que, en palabras de González, planean sobre "determinados grupos étnicos y minorías".

El terror, pues, sirve como pretexto para ahondar en estos temas "que copa titulares", aunque también ocupa un lugar importante en la trama. No es un mero adorno. Son los miembros de la pandilla donde se introduce Kevin quienes realizan rituales de invocación propios de la santería, una de las muchas ramas de la brujería afrocubana.

Un rodaje blindado a los espíritus

Edgar Vittorino conoce bien qué implican este tipo de prácticas rituales. El actor, que se pone en la piel del tiránico líder de la banda narco, Yoruba, ha crecido en una familia cercana a la santería e intenta que la cámara capte con la mayor verosimilitud esta realidad: "Soy el que pone esta parte en la película, tengo esa responsabilidad", asevera, "y, por eso, me he acercado a este mundo con respeto", puntualiza.

Defiende que, aunque hay quienes observan la santería desde el pavor, "ésta es una religión más, una creencia". Lo que los demás hagan con esas creencias, a juicio de Vittorino, es cuestión aparte. "Pueden hacerse cosas buenas o malas, así sucede también con el catolicismo, ¿no?", lanza.

Sin embargo, es bien consciente de que el guion incluye las palabras exactas para invocar espíritus y demonios. No hay trampa ni cartón. No hay lugar para simulaciones, sólo un reflejo fiel de lo que se acontece en un ritual santero. Precisamente por esa razón, el equipo de rodaje se blinda al mal: "Nos atamos un cordel rojo al estómago y rociamos el cogote y las plantas de los pies con una mezcla de polvo de cáscara de huevo y agua bendita".

A ritmo de trap

Los tremebundos rituales y las reyertas por el control del mercado de la droga suenan a trap, porque este género de música urbana, destaca Mateos, "no es un mero background musical, es un elemento más en la historia que acerca la película al lenguaje de las nuevas generaciones". Un lenguaje en el que el trapero West Dubai –quien debuta en la gran pantalla con esta película– se desenvuelve a la perfección.

"Mi personaje se llama Skunk, que es un tipo de marihuana", se presenta. Explica que la presencia del género en el filme es innegociable, ya que éste se centra en una problemática que afecta de lleno a los jóvenes: "Los pibes hoy en día no escuchan rock, escuchan trap y ese es su lenguaje, su manera de hablar", cuenta.