Aunque en una de sus canciones recientes se autodenomine “the king”, Florence Welch, la cantante de Florence + The Machine, fue la reina absoluta de la primera jornada del 17º Bilbao BBK Live, que contó con una importante presencia femenina en sus escenarios principales. Una sacerdotisa adicta al bote, democrática y querida con la que más de 30.000 súbditos compartieron su hambre, hiperactividad y entusiasmo al ritmo de jitazos como Hunger, Dogs Days Are Over o la reciente Free. En una época donde algunos políticos han distorsionado hasta la nausea el concepto de libertad, la londinense hechizó Kobetamendi con su deseos de baile, libertad y amor universal.

Lo sabíamos tras su exitoso paso por el festival en 2018, así que lo que pudimos comprobar y sentir en la noche del jueves fue solo la confirmación del hechizo que provoca la contagiosa Florence sobre un escenario entre sus apasionados seguidores. El grupo es ella, autora de la canciones y vehículo absoluto de comunión con la audiencia, tanto en escena como en las pantallas laterales, donde el grupo –un quinteto anónimo que permaneció escondido en la parte trasera y lateral del amplio escenario– podría intercambiar sus miembros sin que un solo fan lo advirtiera tanto en disco o en las giras.

Tan hippie y descalza como siempre salió al escenario Florence, cual Terpsícore del siglo XXI, la diosa de la danza y el canto coral en la mitología griega. Su cuerpo, suelto entre los volantes de un vestido amplio y cómodo, a modo de túnica, de estilo romántico y retro, y de color entre verde y agua marina, se apalancó en el frente del escenario y desplegó sus brazos al aire, como alas, y su poderosa voz para dejar las cosas claras con Heaven is Here. “El cielo está aquí, si lo deseas”, sonó entre las percusiones potentes de un inicio marcado por la presentación de su último disco, Dance Fever, escorado hacia el baile y algunos arreglos maquinales.

Sus fans aceptaron el envite y el griterío coronó Kobetamendi en King, servido con el bajo marcado y su melodía imparable. Ella, orgullosa, con su voz dominadora y con los brazos abiertos imaginando un abrazo imposible, soltó ese verso resolutivo de su último álbum: “no soy una madre, no soy una novia, soy un rey”. Nunca satisfecho, eso sí. Y encadenó otros incuestionables y recientes tras el demoledor himno de rock suave de Ship to Wreck entre recuerdos a su lejana afición por el alcohol. Los versos de Free, propulsado por la electrónica, con la pista verde reconvertida en sala de baile: “escucho la música, siento el ritmo, y por un momento, mientras bailo, me siento libre, me siento libre”. Ella los cantó y los voceó la peña en una comunión infinita arriba y debajo del escenario.

El entusiasmo de Florence –que no paró de alabar al público y el festival–, sus botes y paseos se ralentizaron con la llegada de la balada What the Water Gave, solo un descanso previo al infernal Dream Girl Evil, con el rojo fuego de la luminotecnia simulando las llamas del averno y la épica rock disparada. La sacerdotisa pelirroja y nívea –con el rostro de una Patti Smith hippie, no punk– buscó después la comunión absoluta y se dio varios paseos por el pasillo central, entre el público, a la vez que se subía a la valla y fundía con varios fans, entre ellos uno maquillado, con una corona de flores y al borde del llanto mientras acariciaba tímpanos con los ronroneos de Prayer Factory y el posterior Big God, con su garganta emulando a las soulwomen.

Acelerón final

Florence, a quien le costó dejar el contacto del público, había acumulado ya tantos kilómetros recorridos como un buen centro defensivo a mitad de concierto, pero mano el pecho y emocionada recuperó los botes con la llegada de Hunger. Había hambre, sí, de ritmo y baile. Otro himno de respuesta inmediata. Y de celebración, como el You Got the Love. En este caso, de canto –exigido desde el micrófono– y de amor. Ya lo dijo Leonard Cohen, bailar hasta el final del mundo… o del amor. Ella lo escenificó con sus pasos de baile y ballet, girando como una peonza sobre sí misma hasta parar arrodillada y rendida, boqueando.

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Solo lo parecía. Lo demostró la eléctrica Kiss with a fist, violenta casi en comparación, la más rockera del repertorio, que anunció un acelerón final casi impensable vista la entrega previa. Las palmas y botes se incrementaron con Dogs Days are Over, entre versos compartido y los teléfonos formando un mar de luces. Petición incluida de olvidar los móviles, llegó Cosmic Love, con el arpa protagonista por fin, que precedió a My Love.

Vuelta a la discoteca, al falsete, y en el bis, dos pelotazos más: Shake it Out, con el fan coreando los “oh oh” del estribillo y ella intentando levantar el vuelo, y Rabbit Heart (Raise it Up) con un final épico y en cascada donde la estrella se mostró cercana al llanto y anunció que recordaría siempre Kobetamendi. “Es uno de mis mejores conciertos; y lo es gracias a vosotros”, concluyó feliz la sacerdotisa del baile San Vito.