“No es la primera vez que exponen los dos juntos. Ya están en otros lugares como el Santuario de Arantzazu o en el Museo Diocesano de Donostia, pero es cierto que aquí lo hacen de una manera más compleja y exhaustiva”, explica Kortadi sobre la exposición Jorge Oteiza y Eduardo Chillida. Diálogo en los años 50 y 60. La elección de estas dos décadas tiene su importancia ya que es un periodo en el que ambos, aunque de forma diferente, experimentaron en busca de un mismo concepto: el espacio vacío.

Esa evolución, así como su prueba y error, queda patente en la propia exposición, que arranca con una fotografía de cada uno de ellos en su correspondiente taller, cada uno trabajando de una forma muy diferente. “Chillida siempre fue más artesanal, más de fragua. Descubrió el valor del hierro a través de las herraduras y lo reivindicaba como el material que daba riqueza a Euskadi. Oteiza, en cambio, era más experimental y más metódico. Trabajaba por constelaciones y pasaba del hierro a las latas o a la madera”, asegura el experto.

Estos primeros años de trabajo quedan muy bien reflejados en la primera sala de la muestra. Tal y como explica Kortadi, son los años en los que Chillida “probaba y experimentaba con las formas”, siempre más terrenales, frente a las de Oteiza, inspirado por Henry Moore y “más modernas” para la sociedad vasca del momento. “Chillida se valía de las herramientas del campo y de la caza. De lo que tenía más cerca, como el hierro de las chatarrerías” indica, poniendo como ejemplos piezas como Espíritu de los pájaros, Tres I o Música de las esferas II, que han acabado en un San Telmo que su creador conocía muy bien. “Él veía estas herramientas en este mismo museo donde ahora se exponen. Ha vuelto al lugar donde comenzó su proceso escultórico tras París y conectó con los aperos de labranza de la sección de etnología”, descubre Kortadi.

En medio de esa experimentación del vacío les llegó a cada uno de ellos la llamada del Santuario de Arantzazu. Parte del trabajo que realizaron para la basílica está ahora en la exposición, como las puertas que diseñó Chillida, que han sido trasladadas por vez primera fuera del complejo. Una ocasión excelente, según Kortadi, para comprobar de primera mano los detalles del escultor donostiarra y ver “cómo juega con los símbolos como las espinas y el sol”, elementos figurativos que añadió a su superficie.

De Oteiza están dos de sus apóstoles y las pruebas previas que hizo y que tanto inquietaron a la Iglesia al surgir de “un punto de vista filosófico” que no esperaban. “No es arte para rezar, sino para evocar”, apunta el crítico sobre los trabajos del oriotarra, poniendo como ejemplo la réplica de La Piedad expuesta y que muestra a una María “que se rebela y no se consuela” al estar con los puños cerrados clamando al cielo.

El diálogo entre el legado de Oteiza y el de Chillida da un paso más desde la tercera sala de la exposición. A partir de esta, todas las esculturas se entremezclan hasta tal punto “que ya no se sabe cuál es de cada uno de ellos”.

En líneas generales, la muestra es, según Kortadi, una excelente oportunidad de comprender el afán creativo de ambos artistas. Es por ello que el recorrido deja en evidencia “lo cerca que estaban uno del otro” a pesar de cualquier diferencia en vida.