Oskar Alegria: “He descubierto que tu fin del mundo puede ser tu origen”
En ‘Zumiriki’, que presentará en la Mostra de Venecia, el director viaja hacia un recuerdo perdido, en un intento de parar el tiempo y robarle la última palabra a la muerte
donostia - Tomando una frase de la película, un náufrago siempre quiere abandonar su isla, pero, en su caso, quiere volver a ella.
-Es un regalo de la historia este escenario, dentro del drama que tiene, ya que el paisaje de tu infancia desaparece bajo el agua. Lo único que podemos hacer al final es robarle a la muerte la última palabra. Y zumiriki es, de hecho, la última palabra en ese diccionario de palabras de su pueblo que escribió mi padre. Y sí, hay un concepto en la película que me gusta mucho y es el del antináufrago. Este personaje no sale a pedir ayuda cuando escucha un helicóptero, sino que se esconde. Y como bien dices, un náufrago está deseando construir un barco para salir, frente a este, que quiere volver a esa isla, que es la isla de su infancia.
¿Al final, ‘Zumiriki’ es una película sobre la infancia, sobre todo sobre el territorio de una infancia feliz al que no podemos volver, pero cuyo recuerdo reconforta?
-Totalmente. Por eso quiero creer en la universalidad de esta película. Yo soy el protagonista de este pequeño viaje a la infancia, pero todos tenemos una isla o un verano que no tenía fin. En mi caso fue muy feliz. Imagínate, teníamos una borda junto al río, y allí estábamos todos los primos jugando en la orilla, en el río, rodeados de una montaña. Subirse a un árbol era importante, de hecho, creo que esta película hace un viaje vertical de la tierra hacia el aire. De pequeños subirnos a un árbol era un acto de rebeldía, porque lo teníamos prohibido. En ese sentido, la película regresa a ese acto de desobediencia y declara: Quiero abandonar la tierra, quiero estar en el aire. Por eso los libros que me llevé fueron de gente que se eleva subiéndose a una torre o a una roca. Ese mirar las cosas sin un sustento firme bajo los pies es una idea bonita.
La película también habla de parar el tiempo para vencer a la muerte.
-Eso es. Puede sonar como algo muy profundo, pero lo he hecho de manera lúdica. Yo voy recogiendo objetos del naufragio de mi pasado y, entre ellos, en la cocina de mis abuelos había un reloj parado a las 11 y 36 minutos y 23 segundos. He pensado muchas veces qué pasó en ese momento. Y me lo llevé a la cabaña, donde permanecía parado, claro. Es muy interesante dejar en la ciudad las prisas e irte al bosque para darte cuenta de que todavía tenemos una esencia algo salvaje.
Estuvo en ese paraje entre mayo y agosto del año pasado, ¿permaneció solo todo el rato? ¿Todas las grabaciones corrieron de su cuenta?
-Sí, sí. Eso de autorodarse es difícil, pero cuando tienes tanto tiempo, se puede repetir hasta mil veces. Hay que luchar contra el tedio y buscarse tareas. Uno de los ejercicios que quería probar era estar completamente solo, sin contacto con otras personas. Mis únicas interlocutoras fueron las gallinas (ríe). De hecho, perdí la voz. En la película se ve que al final estoy más afónico, y es que la voz se pierde por usarla mucho o por no usarla.
Pero no se alejó mucho, se quedó a 212 metros de la civilización.
-Un amigo me preguntó por qué no me adentraba en el bosque y me aislaba del todo, pero a mí me parecía que esa distancia era interesante porque con solo mirar hacia la otra orilla veía de dónde vengo.
Hablando de la otra orilla, se instaló precisamente en esa margen a la que de niño no cruzaba nunca porque allí vivía ese ‘robinsón’ que era Francisco Albistur Albistur.
-Sí, en la orilla donde yo pasé aquellos veranos estaba la borda familiar y allí mi padre ya había hecho una película, así que como cineasta no tenía ningún sentido que yo filmara el mismo lugar. Lo que tenía que hacer era pasar a la otra orilla. Tenía que atravesar el río hacia el lugar que de pequeños nos parecía tan misterioso, con un hombre que vivía solo, con un zorro que le seguía a todas partes y que cruzaba el río volando con una sirga. Pero la película no pretende desvelar ese misterio, sino comprobar que sigue vivo.
¿Qué ha significado para Oskar Alegria vivir en esa otra orilla?
-Creo que aun no soy consciente, pero sé que no soy el mismo. Yo ya de por sí soy una persona solitaria, pero aprender a estar contigo mismo durante cuatro meses no es fácil. Te haces más valiente y confías más en ti. Y nunca había tenido este contacto tan estrecho con la naturaleza. Al final, los animales se me acercaban y me consideraban casi uno de los suyos, porque tú allí te borras. Si vas una tarde, no vas a ver ninguno, pero si pasas cuatro meses, la cosa cambia. Por ejemplo, aprendí que los cormoranes interpretaban mi manera de andar. Si llevaba algo en la mano o andaba de manera nerviosa, se escapaban, pero si ibas tranquilamente centrado en tus cosas, se quedaban. Lo más extraño que me pasó con ellos es que cuando iba en piragua por el río y me acercaba a los árboles, me lanzaban peces. Dos biólogos me han explicado que es una ofrenda.
¿Llegó a encontrar un equilibrio con la naturaleza en esos meses?
-Hoy en día, que vivimos tan urbanizados, tener a treinta minutos de Pamplona este pequeño Orinoco donde lograr esta experiencia de diálogo con la naturaleza es muy bonito. Eso sí, las cámaras eran mi pan de cada día y no sé si habría aguantado sin ellas. Por ejemplo, para mí era como un juego grabar a los animales de noche. Poco a poco vas sabiendo cosas, como que las sardinas con tomate le gustan a la jineta, pero no al tejón, así que si quieres filmar a uno de ellos, tienes claro qué hacer. Al final, llegas a marcar el plano y la jineta se acaba convirtiendo en una actriz. Manipulas la escena completamente. Todo el cine es trampa, y si no, no es cine.
¿Qué se le ha quedado de esa mirada salvaje?
-Uno de los hilos narrativos de la película trata, precisamente, de enfrentarse a la mirada salvaje. Para mí, el hombre que vivía al otro lado tenía un punto muy salvaje en el buen sentido. Vivía pegado a la tierra totalmente y rodeado de sus cien vacas. Cuando murió su familia las vendió para carne y siempre me pareció fascinante que del camión que las llevaba al matadero una saltó y nunca nadie la localizó. La gente me decía que estaría muerta, que no la iba a encontrar.
¡Y vaya sorpresa!
-Yo veía sus marcas, una cagada fresca, huellas... ¡Y encontrarme con ella me pareció una metáfora tan bonita de encuentro con lo salvaje! Es que, además, este animal que escapó de la muerte pertenecía a un hombre que era mi héroe de la infancia. Era un tipo que hablaba todos los días a la misma hora con mi tío y que volaba sobre el río... ¡Yo también quería volar como él! Y en la película lo hago. Se ve a un náufrago que empieza por la conquista de la tierra, sigue con la del agua, pero su plan es conquistar el aire porque su isla ha desaparecido.
Y solo quedan los árboles.
-Sobre todo me he fijado en los árboles. Son los auténticos protagonistas; esos álamos que parecen los mástiles de un barco. He leído muchos libros de navegación y he aprendido que lo que queda por encima del agua se llama obra viva y que poner los mástiles a un barco se llama arbolar la nave. Yo pongo nombres a estos siete árboles porque forman parte de mi vida, pero no solo me interesan ellos, sino también el hueco que queda entre ellos. Ese viento que corre entre los árboles tiene algo mágico. Ay, si pudiéramos imitar a los árboles... No huyen, basan toda su defensa en la espera.
Y esta es una película “de esperas y de milagros”.
-Exacto, porque los milagros vienen cuando esperas. Y los árboles respiran con todo el cuerpo, no como nosotros o como los animales, que si nos quitas determinados órganos morimos. La característica más envidiable de un árbol es que sabe morir por partes. Puede tener una rama muerta, pero de otra le brotan hojas. O una tormenta le parte un trozo, pero continúa viviendo. Eso sí, durante la grabación de la película, cada vez que pasaba eso, me afectaba. Son los árboles a los que me subía cuando era niño, y en ellos veo a mis abuelos.
A los que les dedica la película.
-Eso es. He tenido la suerte de que mi padre grabara películas de súper 8. Eso era un tesoro tremendo para que yo ahora pudiera hacer la película que nos completa.
En ese sentido, esta película también rinde homenaje a su familia.
-Sí. Mi padre ya hizo la película de una orilla y nos faltaba la de la otra orilla. Por eso digo que nos completa, pero no solo habla de nosotros, sino de todos. Gente que la ha visto me ha dicho que le ha recordado a su infancia, a aquellos veranos interminables, o a sus abuelos... Estas frases me tranquilizan porque me interesaba mucho la universalidad de esta historia. Y hay varios festivales internacionales que han mostrado su interés, como la Mostra de Venecia, donde se estrenará el filme. Estoy muy contento por poder competir y, como no puede ser de otra forma, pisaré la alfombra roja con mi padre.
Esta película nos recuerda muchas cosas que tenemos enterradas.
-Es una caja negra. Esa cabaña tiene dos aciertos. Por un lado es como una cámara oscura que pretende hacer una fotografía de esos árboles antes de que desaparezcan, y funciona como tal, como una cámara estenopeica. Y, por otro, es una caja negra, y las cajas negras conservan las últimas frases. Si pones en google zumiriki verás que no aparece, y me parece estupendo que haya palabras que no existan para Internet. Con Emak Bakia me pasó algo parecido y si alguna similitud tienen estas dos películas es que utilizan dos expresiones en desaparición y la magia del cine intenta rescatarlas.
En sus otros trabajos también nos habla de lo que le inquieta y le fascina, pero a través de otras personas. En este caso, en cambio, se ha expuesto totalmente.
-Sí. Y me ha costado mucho ponerme delante de la cámara. Pero esta película es un naufragio personal y no había otra manera. He visto películas de diálogo con la naturaleza que están hechas con cámara subjetiva, de manera observacional, pero creo que la autofilmación ofrecía una cierta novedad. Además, un náufrago se comunica de manera epistolar, con cartas dentro de una botella que lanza al mar. Y esta película es eso, es una botella lanzada al agua sin saber qué destino alcanzará.
‘Zumiriki’ también refleja una forma de vida que termina, igual que terminó la que escogió Francisco Albistur, que es la de los pastores del Pirineo.
-Efectivamente. La familia de esos cuatro pastores les reclama para que bajen al pueblo, pero ellos deciden aguantar lo máximo que pueden. Hasta su último día allí arriba. Son un puntal, náufragos en la tierra. La película es un homenaje a este tipo de gente. Son personas que saben esperar.
¿Ha podido filmar sin pensar como dice que hacía su padre?
-Mi padre cogía un tomavistas de una forma súper pura y filmaba como filma un pastor, pero, claro, yo he visto tantas películas y me he formado, así que no he podido hacerlo. Pero la película es honesta, yo he grabado a mi manera, que quizá es más ensayística y literaria, y funciona como complementaria.
¿Qué me dice del texto que escuchamos en la película?
-Ese texto se generó allí, aunque luego, como es lógico, lo retoqué. Pero sí, sigue mucho la aventura. Y también me sentí como un cartógrafo, dando nombre a los sitios que visitaba. Un amigo me dijo que me envidiaba porque yo había hecho un génesis, había creado un mundo. Y es verdad, ese sitio existe solo para mí. Antes me preguntaba qué había significado vivir cuatro meses de esta manera y diría que hay un momento muy breve en el que te sientes el único habitante del mundo. Y es una sensación indescriptible. Muy poderosa. También es verdad que es la soledad más extrema que he vivido y pensaba que me iba a asustar, pero no.
¿Quizá porque sabía que esa aventura tenía una fecha final?
-Puede ser, y, además, estaba muy cerca del mundo civilizado. La película tiene varias contradicciones, y una de ellas es que tu fin del mundo puede ser tu origen. Donde más sensación de finisterre que he tenido es donde he nacido.
Ahora va a entregar la película al público. ¿Qué sensación tiene en estos momentos?
-Me parece una historia muy compartible, como una vuelta a la infancia. En eso es como Emak Bakia, una ofrenda, como se llama el último árbol. Dentro del valle de lágrimas en el que vivimos, hay un árbol que sigue en pie pese a todo, y quizá merezca nuestra mirada y nuestra poesía. Esta película está cocida a fuego lento, ya está terminada y lanzada al agua y las respuestas que estoy recibiendo de momento son buenas.
¿Ha recibido algún tipo de ayuda?
-No. Las ayudas condicionan y, salvo dos o tres que conozco y que son muy puras, casi todas tienen letra pequeña. Algunas exigen que acabes en un plazo determinado; otras que entregues un fragmento en cierto momento... Esta película es mucho más salvaje que otros trabajos que he hecho y yo ya estoy acostumbrado a subir sin oxígeno. Tengo la gran suerte de contar con un auzolan maravilloso de aliados y cómplices que me acompañan siempre en estas aventuras y sin ellos no habría podido hacerla.