bilbao - Bob Dylan ofreció anoche su tercera clase magistral en Bizkaia, en el BEC y ante casi 5.000 personas entregadas a la voz de lija, las canciones y las letras de un artista irrepetible. A sus casi 78 años y magníficamente secundado por su banda, renegó del cancionero americano ajeno de sus últimas giras y convenció con una veintena de canciones propias, paritariamente distribuidas entre sus clásicos, ya inmortales como su autor, y temas de las dos últimas décadas.

En el libro Letras se recoge que Dylan ansiaba ser como Picasso, alguien que con la edad actual del músico se había casado con una joven de 35 años, había fracturado el mundo del arte y seguía siendo un revolucionario. Y lo ha logrado, aunque no se le conozca pareja desde hace años a este aitite que ha acabado convirtiéndose en uno de esos personajes errabundos y balas perdidas que pueblan sus canciones y no encuentran un lugar donde dejar el sombrero, como si no acabaran de llegar a su destino.

Ayer paró, casi dos horas, en el BEC, en su tercera visita a Bizkaia tras pasar por Vista Alegre y la explanada del Guggenheim, hace 24 y 7 años, respectivamente. Ciudadano del mundo (mejor de sus escenarios, donde reside un centenar de días de cada año), salió achacoso, pero en gran forma para sus edad, presto para ofrecer una fotografía de medio siglo de la mejor música popular, desde el tono sepia de la incluida en su segundo disco, de 1963, a la coloristas y pétrea de este siglo, con meta en Tempest, su último disco original, de 2012.

“Solo estoy de paso”, aclaró en su arranque (de pie) con Things have changed, canción que cedió a la banda sonora de Jóvenes prodigiosos y con la que logró un Oscar. Y mientras el verso “la gente está loca y son tiempos extraños” planeaba sobre el BEC y sus espectadores (repartidos entre el graderío y sillas frente al escenario), atacó It ain’t me, babe con su voz cada vez más acerada, destilada y dañada por el tiempo, pero en mejor forma que en sus visitas previas.

“No soy el hombre que buscas”, cantó al piano, en un discreto lateral del escenario y, con su ensortijado pelo al aire y vestido con levita negra, emprendió un viaje más de medio siglo desde su imberbe juventud a la vejez actual cabalgando sobre un sonido excelso que ofreció todos y cada uno de los matices de sus músicos de apoyo. Y su carburante fueron las canciones. En ellas se sostuvo, algunas tan heterodoxas como su voz, todo un género en sí mismas tras licuar convenientemente las raíces musicales estadounidenses, del folk y el country al blues, el swing y el rock.

Sobre un escenario austero, semicircular y rodeado de un gran telón teatral, sin interacción directa y personal con el público y sin alarde alguno (ni el milenial más despistado podía esperar confeti o explosiones), Dylan dejó en el armario el traje de crooner y se abalanzó sobre su magna obra: a menudo poética, críptica y metafórica. Con la ayuda de su grupo aceleró camino de la autopista de una de ellas, Highway 61 Revisited, bien secundado por un grupo excelso.

El duelo artístico está ganado cuando se tiene al lado al guitarrista Charlie Sexton, al multiinstrumentista (steel guitar, mandolina y violín) Donnie Herron, el bajista Tony Garnier y a George Recili, un pura sangre de golpes certeros, todo un coloso a la batería. Y ello a pesar de que a muchos le costó reconocer los clásicos de Dylan, que cada noche mutan y cobran bríos y ritmos nuevos, como sucedió con la bella historia de amor y soledad Simple twist of fate, originalmente acústica y anoche de efluvios country, donde Dylan, entre aplausos, sacó a pasear su armónica por vez primera.

Sin acercarse a guitarra alguna y anclado al piano casi siempre, que apenas abandonó en la folk Scarlett town, una de las joyas de la velada, Dylan alternó con sapiencia y afán reivindicativo muchos de sus himnos, algunos no tan habituales en sus últimos años como un Like a rolling stone ralentizado y de ecos swing o un Don’t think twice, it’s all right que valió por todo un concierto, con canciones de sus dos últimas décadas, entre las que brillaron el blues de ritmo entrecortado Cry a while (”soy un gallo de pelea, me siento como nunca”, cantó), la enorme Love sick o Tryin’ to get to heaven, una de sus mejores melodías recientes.

Reivindicando su madurez artística a lomos del rock apocalíptico de Pay in blood o el blues ortodoxo de Early roman kings, el maestro emocionó con sus tonadas inmortales, de la oscura When I paint my masterpiece, con el piano y el contrabajo al frente, a un Gotta serve somebody limpio de aires gospel, en el que exigió elegir entre “el Diablo o el Señor” tras clavar la amorosa Make you feel my love.

el bis Flotaban los ecos doo woop de la deliciosa Soon after midnight, con guiño a Blue moon incluido, cuando llegó el bis, con los fans más sueltos tras reconocer una deconstruida Blowin’ in the wind, clásico que tuvo como colofón otro himno menos habitual de los 60, It takes a lot to laugh. Tras él Dylan se fue como llegó, sin dirigirse directamente a sus fans, solo con una reverencia. Como si la palabra ‘goodby’ no estuviera en su diccionario y ansiara volver, ya octogenario, en una gira infinita que solo acabará con su muerte.