LA de un desesperado José Luis López Vázquez tratando (inútilmente) de salir de la cabina telefónica en la que está encerrado es una imagen grabada en la retina de todos los amantes del cine. El mediometraje La Cabina que Antonio Mercero dirigió en el año 1972 enseñó a más de uno que el terror puede ser explorado en los lugares más insospechados.

Esa claustrofóbica atmósfera es la misma que se respira en El ataúd de cristal, el primer largometraje que dirige el bilbaino Haritz Zubillaga, de la mano de la productora Basque Films. Tras cosechar un apabullante éxito internacional con dos de sus primeros cortometrajes, Las horas muertas (2007) y She’s lost control (2010), el cineasta se lanza a sorprender con este filme a caballo entre el thriller y el cine de terror.

Junto a su guionista habitual, Aitor Eneriz, han estructurado la historia en torno a una única localización y a una sola protagonista. En otras palabras, un claro ejemplo del amor por la filosofía del menos es más. Y parece que la apuesta les ha salido bien, a juzgar por la buena acogida que ha cosechado el pequeño adelanto proyectado en festivales como el Fant de Bilbao, la Semana del Terror en Donostia o la cita anual con el cine fantástico en Sitges (Catalunya).

Esta truculenta historia comienza cuando Amanda (Paola Bontempi) se dispone a subir a la elegante y lujosa limusina que la llevará hasta la gala en la que recogerá un premio honorífico a su trayectoria como actriz. De pronto, las puertas del vehículo se bloquean y los cristales de las ventanillas se tintan de negro. Esa es la primera señal que hará sospechar a la protagonista de que algo no va bien, confirmándose sus sospechas al escuchar una distorsionada voz que le indica que durante esa noche debe obedecer todas sus órdenes.

Una vez Amanda asume que está atrapada en la limusina que debería conducirla hasta el cielo de su carrera profesional, comienzan a retorcerse las piezas con las que se elabora el argumento, planteado a modo de un laberinto de espejos en el que ni la actriz ni el propio espectador son capaces de distinguir entre lo real y la mentira. “Hacer una película con los elementos mínimos es algo muy arriesgado, así que todos ellos deben funcionar muy bien porque van a mantenerse a lo largo de la historia”, opina Zubillaga. Es por ello que invirtieron mucho tiempo y esfuerzo en escribir un guion “repleto de giros y vericuetos” que consiguiera mantener al público pegado a sus asientos.

Dejarse la piel Con la localización ya definida, el otro elemento fundamental de la acción era el personaje principal. El cineasta bilbaino confiesa que desde el principio tuvo claro que Bontempi sería la Amanda de su historia, una actriz con la que había trabajado anteriormente. “Necesitaba una persona que estuviera tan loca como yo para aceptar este reto porque todo el peso interpretativo recae sobre sus espaldas”, cuenta, al tiempo que alaba el “increíble” esfuerzo realizado por la actriz, que se ha dejado literalmente la piel llevando a cabo un rodaje en el que acapara el 99% de los planos. “Solo diré que acabó cubierta de barro y sangre, y no toda la sangre era falsa”, desvela Zubillaga, dejando claro que aunque se trate de una ficción, la historia tenía “momentos muy físicos” que requerían de una gran preparación.

A pesar de que el papel no estuviera escrito ad hoc para ella, desde un inicio ambos han llevado a cabo un “intenso” proceso de preparación del personaje que se traduce en numerosas pruebas y largas horas de lecturas de guion. “Paola nos ayudó mucho aportando elementos al guion, y no solo hablamos de diálogos sino también de lo que respecta a la trama, haciendo suyo el personaje poco a poco”, añade Zubillaga.

La “sensibilidad especial” que, según las palabras del director, posee la actriz cuando hace este tipo de cine fue determinante en el agotador rodaje que tuvo lugar el verano pasado y que se prolongó durante seis semanas en un solo emplazamiento: el edificio Beta de Zorrotzaurre. Recluidos en los escasos metros cuadrados de los que se compone la limusina, trataron de explotar al máximo los recursos artísticos y técnicos que les ofrecía el espacio, siempre enfocados a transmitir una inquietante sensación de agobio que llega a traspasar la pantalla. “Fueron muchos días rodando en el mismo lugar y como director empiezas a pensar que continuamente estás haciendo el mismo plano -comienza diciendo Zubillaga-, además el hecho de que rodáramos la película de manera cronológica hizo que esa sensación de claustrofobia se fuera acrecentando más y más a medida que el guion avanzaba hacia situaciones más extremas”.

Acariciar el final Un viaje paralelo, pues, para equipo, protagonista y espectador que también se ve reflejado en la manera de rodar, con unos movimientos de cámara bastante limitados y “una libertad relativa” en los planos. A medida que la trama adquiere tintes cada vez más tenebrosos, la iluminación y la puesta en escena parecen hacer mutar el escenario y hacen que ofrezca un aspecto diferente al inicial: “Lo que queríamos era demostrar que el infierno cabe dentro de una limusina”.

Con ese propósito en mente iniciaron un largo viaje que se ha prolongado durante los últimos cuatro años, en los que han recurrido a la financiación privada para llevar adelante el proyecto, alejándose de “los cauces habituales que habíamos seguido en otros proyectos que no terminaron por cuajar”.

Ahora acarician ya el estreno en festivales, que esperan no se dilate más allá de este próximo otoño. “Esa es la siguiente batalla; hemos notado que ya se ha generado un interés antes de estar terminada y tenemos por delante citas importantes como la de Donostia o Sitges”, aventura. El próximo paso, en paralelo a su aventura internacional en festivales, será hacer sentir a los espectadores que están alejados de este circuito profesional que también están atrapados junto a Amanda en un infierno sobre ruedas.