NO se trataba de un mero contrato empresarial, sino un trato entrañable que llevó al cantante a unirse de forma espontánea a la gran manifestación de duelo que vivió la Villa cuando murió su fan número uno, quien le trajo para protagonizar nada menos que 20 óperas en un mes. Lo de Gayarre con Bilbao sobrepasa cualquier disquisición.
Roncalés de pura cepa
Nacido en 1844 en el Roncal navarro, en un caserón de la calle Arana convertido desde hace 25 años en fiel guardador de sus recuerdos, Sebastián Julián Gayarre dedicó los primeros años de su vida al pastoreo. Los montes de dicho enclave son testigos del eco de su voz, cuando, sin aún canalizar sus cuerdas vocales, emitía sus irrintzis esperando la repetición. Sus tortuosas calles empedradas evocan el retorno al hogar, al anochecer, buscando el alivio del calor del fuego bajo en los fríos inviernos.
En aquel escenario se desarrollaron los primeros años de uno de los mitos de la lírica universal. Un tiempo en que Sebastián, nombre por el que era conocido entonces la futura figura de la ópera, contactó con Hilarión Eslava y le abrió a un mundo jamás soñado por el pastor. Luego el triunfo internacional y la gloria. Pero en todo este proceso hay un hecho circunstancial que hace del caso Gayarre un ejemplo único: Su humildad natural no sufre alteración alguna y el Sebastián de antes de los escenarios y el Julián posterior son la misma persona, en humanidad y sentimientos.
El tiempo que sus actuaciones en los grandes teatros le dejaban libre lo pasaba en el Roncal visitando a sus amigos y recordando sus inicios con paseos por los montes que él conocía palmo a palmo. Es más, Julián, como antidivo que era, solía cambiar de atuendo en cuanto pisaba la tierra de sus mayores. Disfrutaba con la camisa remangada y las alpargatas, las partidas de cartas y las meriendas en las tabernas a base del buen queso local y del vino de la Ribera. Eran momentos de sana camaradería, de tertulias saboreando los chismes del pueblo, de entonar canciones báquicas que en su voz hacían estremecer al valle entero, y de satisfacer la curiosidad de quienes no habían tenido su suerte.
Era el Gayarre que adoraba al bardo Iparraguirre, tal vez por lo que de liberal y echao p’alante tenía el personaje. ¡Cuántas veces le rindió homenaje cantando el Gernikako Arbola como colofón a veladas en las que le hicieron repetir una y otra vez lo más florido de su repertorio! En marzo de 1886 lo tuvo que bisar incluso cuando creía haber marcado el punto final de una serie de propinas tras la apoteosis de una Lucia di Lammermoor ante la Corte.
Gayarre nunca olvidó sus orígenes ni a la tierra que le vio nacer como lo demuestra esa placa en el frontón que reza “Julián Gayarre a sus paisanos. 1887” por no hablar de su perenne interés por descansar definitivamente en su tierra, en el magnífico mausoleo que creó para él su amigo Mariano Benlliure, el mismo que hizo para Bilbao las estatuas de Diego López de Haro y Antonio Trueba.
Bilbao y Gayarre
La conexión de Julián Gayarre con Bilbao viene dada por la devoción que le profesaba Luciano de Urízar y Echevarría, empresario del Nuevo Teatro, antecesor del Teatro Arriaga. “Hay que traerle a Bilbao cueste lo que cueste”, decía incesantemente a sus contertulios, tan fans como él de la ópera. Corría el año 1881 y para entonces Gayarre ya disfrutaba de un elevado caché tras sus marcados triunfos internacionales en Milán, Roma, San Petersburgo, Moscú, Viena, Buenos Aires, Río de Janeiro, Londres y un larguísimo etcétera. Urízar, que en esto de la ópera más que persistente era pesado, marchó a Barcelona aprovechando la estancia del tenor en la capital catalana acompañado por su amigo Julio Enciso, que a su vez lo era de Gayarre.
El acuerdo que mantuvieron el empresario del Nuevo Teatro y el cantante fue muy al estilo bilbaino. Urízar le puso sobre la mesa 20.000 duros contantes y sonantes como adelanto a las 20 funciones por las que quería contratarle a razón de 1.000 duros cada una. El navarro quedó impresionado por el gesto. No le aceptó el dinero, pero sellaron el pacto con un apretón de manos.
El 5 de abril de 1882, tras estrenar en el Apolo de Roma la ópera póstuma de Donizetti Il duca d’Alba, Gayarre se vino a Bilbao. Fueron a recibirle a Orduña sus amigos Julio Enciso y Marcelino Goicoechea, quienes le pusieron al corriente del delicado estado de salud por el que estaba atravesando Urízar. Venía dispuesto a cumplir la palabra dada y aún con la tinta fresca del nuevo contrato que había firmado para actuar después en Londres hasta el 20 de julio. El tenor se alojó en el Hotel de Inglaterra, en el Arenal esquina a Correo, y, llevado por su devoción y dado que era Semana Santa, presenció con devoción las procesiones de la Villa desde la ventana de su habitación.
Una actuación fuera de programa
El debut de Julián Gayarre en la Villa tuvo lugar el 9 de abril a las ocho de la tarde con la ópera I Puritani de Bellini. Fue un exitazo total y así se lo dijeron a Urízar, que se lamentaba en cama por no haber podido aplaudir a su ídolo. El empresario murió al día siguiente de madrugada, siendo enterrado en el cementerio de Mallona. El oficio funeral, celebrado en la parroquia de San Nicolás de Bari, constituyó todo un acontecimiento en la vida social de Bilbao. El recinto de la iglesia quedó pequeño para albergar a cuantos quisieron dar el último adiós a aquel hombre tan emprendedor.
Uno de los asistentes al acto religioso fue Julián Gayarre que quiso rendir homenaje al director del teatro donde actuaba y que tan bien había ejercido de bilbaino al contratarle. En un momento determinado de la ceremonia, el tenor subió al coro de la parroquia y entonó el aria Pietá, Signore, pietá de Alessandro Stradella que electrizó a todos los presentes. Aquel gesto caló tan hondo en la sociedad bilbaina que por la tarde se volcó en ovaciones cada vez que intervenía en el escenario del Arenal.
El repertorio que cantó Gayarre en el Nuevo Teatro de la Villa estuvo compuesto además por La favorita, Lucrecia Borgia, Hugonotes, Fausto y La africana. Es difícil señalar cuál fue su mayor éxito, aunque tal vez sea justo apuntar que en el cuarto acto de Lucrecia? cantó la romanza de la ópera Don Sebastiano como un obsequio a los espectadores, recompensado con una estruendosa ovación. Se dijo también que nunca ni en ninguna parte en la época moderna se había cantado I puritani como en Bilbao.
El colmo de la fiesta operística llegó el 16 de mayo, fecha de despedida de la compañía con un programa especial a beneficio de Gayarre compuesto por el primer y cuarto actos de La favorita, la sinfonía de Mignon y el tercer acto de I puritani. No hay adjetivos para describir lo que aquel martes noche ocurrió en el teatro de la Villa: Al acabar la sesión se cubrió el escenario de flores con todos los espectadores en pie vitoreando al tenor vasco que, emocionado, recogió entre muchos ramos de flores, una corona creada expresamente para él y formada por ramas del Árbol de Gernika que alternaba hojas del Árbol viejo con las del joven, perfectamente diferenciadas. El conjunto se realzaba con bellotitas de oro y un lazo morado.
“Había que verle a Gayarre, totalmente turbado, besando aquel presente con religiosa devoción”, dijeron quienes tuvieron el privilegio de acceder al teatro. Fue una noche memorable.
Un teatro para el roncalés
No es extraño, por tanto, que, cuando tres años después cerró el Nuevo Teatro dejando espacio para la construcción del actual Teatro Arriaga, y se planteara la construcción de una nueva sala que entre tanto supliera esa necesidad surgiera el nombre de Gayarre como titular de la misma.
El principal promotor de la nueva sala fue el inquieto bilbaino Gaspar Leguina e Inchaurbe, polifacético personaje que alternaba la correduría marítima con el periodismo y la empresa teatral. Fue él quien animó al municipio a la construcción de un local en tanto durase la diatriba de si, tras la desaparición del Nuevo Teatro, se debiera levantar otro en el mismo solar.
Aprobados los planos del arquitecto alavés Julián Saracíbar en abril de 1885, se procedió a la construcción de un pabellón que, ubicado en la calle Prim tras el Instituto Vizcaino, llegó a tener cierto confort, a juicio de sus clientes, con palcos, anfiteatro, galería, patio de butacas y salidas a los jardines del citado centro docente. Durante las obras surgió uno de los temas más comentados en todas las tertulias de la Villa: el nombre que se debía dar a la sala. Un mes antes de la inauguración aún no se había resuelto el dilema. Fueron los aficionados locales a la ópera quienes hicieron prevalecer la dedicatoria a Julián Gayarre sobre quienes opinaban eran partidarios de que se llamase Teatro del Instituto o Teatro de Iturribide.
Uno de los que más pujó por la titularidad de Gayarre fue Domingo de Sagarmínaga, bilbaino de pro y perejil de todas las salsas locales, conocido popularmente como Txomin Barullo. Y de nuevo triunfó el roncalés. Las obras se llevaron a cabo con verdadera celeridad y en seis meses ya quedaron listas. Para la inauguración se fijó la fecha del 20 de octubre de 1885, pero se retrasó al 1 de noviembre inmediato. Alguien dijo: “¡A quién se le ocurre abrir un teatro el Día de Ánimas!”, y se pospuso nuevamente al 4 del mismo mes, fecha en la que el telón del flamante Teatro Gayarre abrió con la actuación de la Compañía Cereceda y la puesta en escena de la ópera Fatinitza a tres reales la entrada.
Aún vivía entonces Suppe, compositor de este título, pero mucho me temo que no llegaron hasta él los ecos del acontecimiento bilbaino. Curiosamente, uno de los empresarios del nuevo teatro era Luis E. Dotesio, que aprovechaba cualquier estreno musical para ofrecer las partituras de la obra en su inmediato comercio de música y pianos de María Muñoz 8, frente a la Audiencia de entonces, “a precios equitativos”.
El Teatro Gayarre se mantuvo activo hasta 1890, cuando se inauguró el actual Teatro Arriaga. Posteriormente y en el mismo solar se levantaría el Salón Gayarre con especial dedicación al cine. Cosas del destino: ese mismo año desaparecía también Julián Gayarre.
Un final sin bises
Julián Gayarre murió en su casa madrileña de la Plaza de Oriente. Fue el 2 de enero de 1890. Poco antes había preguntado a un amigo, no sin cierta sorna, si en la realidad sabría morir mejor que lo había hecho tantas veces en escena. Lo hizo serenamente. Su cadáver, embalsamado y vestido con un traje negro, fue introducido en un ataúd y trasladado al Roncal en medio de una manifestación de duelo impresionante. Cuando el féretro pasó ante el Teatro Real tanto la orquesta como el coro rindieron un postrero homenaje interpretando tonadas habituales en el repertorio del tenor.
Nafarroa en pleno esperó sus restos, que fueron velados en el Ayuntamiento de su localidad natal antes del funeral sencillo e íntimo que el cantante pidió en sus últimos momentos. Luego tuvo lugar otro en el que intervinieron los siete pueblos del valle. Ocho roncaleses trasladaron el féretro a hombros. Cruzaron el Paseo Julián Gayarre dejando a su izquierda el frontón de pelota, el mejor del País Vasco, que el tenor había regalado a la juventud del pueblo, como las escuelas o los arreglos de la vieja parroquia.
Aunque desgraciadamente no queda grabación alguna de su registro de voz, hoy Julián Gayarre es una leyenda dentro del mundo de la música.