CON la muerte de Nestor Basterretxea desaparece uno de los pioneros del arte vasco de vanguardia, de los que desde el desierto cultural que instauró la guerra civil de 1936 hizo posible un renacimiento cultural vasco extraordinario, que tuvo en las artes plásticas uno de sus capítulos más eminentes.

Basterretxea regresó del exilio en 1952 y desde entonces se integró en el movimiento artístico de vanguardia. Llegó de Argentina siendo pintor y como pintor inició su trabajo en Euskadi. Oteiza le incitó a participar en los trabajos de Arantzazu y Basterretxea consiguió el encargo de la pintura de la cripta. Con el dibujo ya avanzado en los muros, la obra fue borrada, lo que le convirtió en la víctima más evidente de aquel oscuro episodio en el que varios de los participantes se vieron rechazados. Pero la presencia del artista en nuestra vida cultural sería imparable, y desde entonces sería una referencia imprescindible de la pintura vasca, y después de la escultura, y también de muchos otros aspectos de la creación.

De Nestor Basterretxea, aparte de la calidad de su obra y de la importancia de algunas de sus piezas concretas, se ha destacado siempre su espíritu vanguardista. No fue un artista que tuviera que pensarse mucho la naturaleza que quería para su arte, ni el abrazar los lenguajes abstractos y, en concreto, el más radical constructivismo pareció sembrarle de dudas. Sus elecciones fueron siempre rápidas y directas, y una enorme capacidad de adaptación le hizo transformar su inicial pintura deudora del muralismo mexicano y después del cubismo en un ejemplo muy significativo del arte geométrico, que desarrolló al final de los años cincuenta con grandes resultados. El año 1957 participaría en uno de los episodios más significativos del arte vanguardista del Estado, el Equipo 57, que trabajó de manera colectiva en una abstracción constructiva, aunque lo abandonó pronto. Pero su obra propia constituiría también un logro importante, y su pintura de esas fechas puede ahora verse como uno de los ciclos más interesantes del geometrismo peninsular. Cercana a Chillida y a Oteiza, su creación derivó hacia la escultura, quizá por la fuerte presencia de ésta en el arte vasco de aquel momento y sus éxitos internacionales. El caso es que el escultor Basterretxea desarrollaría también una obra dentro de los parámetros de la abstracción geométrica con el mismo exquisito sentido decorativo con que había realizado su pintura, con una capacidad de diseño que le llevaría a dejar su impronta en otros territorios artísticos.

La enumeración de sus trabajos en los años sesenta y setenta refieren uno de los más fértiles itinerarios creativos de nuestra cultura visual. Él fue introductor del diseño industrial en el País Vasco, sobre todo a través de la creación de muebles y otros objetos domésticos. Él realizo películas sobre el pueblo vasco, sus personajes y sus costumbres tradicionales con un lenguaje vanguardista que conectaba con los recientes experimentos de la nouvelle vague francesa. En los años setenta su escultura fue capaz de poner en pie un conjunto fundamental para el arte vasco, como la Serie Cosmogónica, con la que logró una de las síntesis deseadas por las propuestas de los grupos de la Escuela Vasca de realizar una obra que incorporara al arte una preocupación vernacular a través de las expresiones de la vanguardia. Basterretxea fue, sin duda, el más versátil creador vasco de aquellos tiempos de renacimiento, y esto se ha valorado siempre también como una de sus virtudes más destacables y peculiares. En la exposición que el Museo de Bellas Artes de Bilbao le dedicó en 2013 quizá lo más evidente era esa enorme frescura e inmediatez de su diseño y su fértil variedad, capaz de imponer su estilo en carteles, objetos, maquetas de arquitectura, logotipos, relieves, esculturas y pinturas. La presencia de Basterretxea se veía en todos los aspectos de nuestra vida cultural y política y su huella elegante e inteligente acompañaba a un sin fin de actividades que testimoniaban la efervescencia de la sociedad vasca en los últimos años de la dictadura y los primeros del post-franquismo.

Nestor Basterretxea fue, pues, un artista imprescindible en unos años verdaderamente creativos de la cultura vasca, y su figura participó en algunos de los más importantes episodios de la misma, que sirvieron para configurar una secuencia artística infrecuente, que sentaron las bases de manera contundente de una nueva mirada sobre nosotros mismos y nuestra existencia, y que abrieron la puerta a nuevas generaciones de creadores, cuya deuda será siempre grande con aquellos primeros artistas que casi de la nada construyeron una estética identificable y propia.