Viajen conmigo, afable gente lectora, hacia el siglo XIX, tiempo de exploradores cuando el mundo tenía rincones por descubrir y, era un suponer, tesoros ocultos a la espera de que alguien intrépido y audaz se lanzase en su búsqueda. Esta crónica bien pudiera escribirse con la sangre de un hombre explorador y aventurero. Un hombre como Enrique de Ibarreta, pongamos por caso, cuya vida fue casi legendaria y, sobre todo, convulsa y arrebatada. No podía esperarse algo así de aquel pequeño Enrique de Ibarreta que nació en 1859 en el seno de una familia burguesa de Bilbao por mucho que se hablase, en el Bilbao de la época, de un joven que recorría los campos y se bañaba en la Ría de Nervión, todo un muchacho intrépido.
Su vida fue interrumpida por el estallido de la III Guerra Carlista (1872-1876). Tras aguantar casi un año de asedio en aquel Bilbao bombardeado, su padre, Adolfo de Ibarreta decidió sacar a su mujer y a sus hijos de aquel infierno. Con el beneplácito de su cuñado, Felipe de Uhagón, a la sazón alcalde de la villa, fletaron un remolcador con casco de hierro, el San Nicolás. Mont de Marsan (sur de Francia) primero y Londres después fueron testigos de las nuevas experiencias que habría de afrontar el joven en los tres años siguientes. Estudió, aprendió francés e inglés y el manejo de la espada.
A comienzos de 1876, volvió a Bilbao, instalándose en el palacete de estilo francés de su familia. Dos años más tarde, su padre pensó que tal vez la milicia atemperase el fuerte carácter de Enrique, de ahí que le hiciera ingresar en la Escuela de Ingenieros de Guadalajara. Duró 10 meses. Se enzarzó en un duelo a pistola en el que resultó herido. A raíz de aquel incidente y quizás forzado por su padre, Enrique pidió la baja en la Academia. La emigración a América pareció ser su tabla de salvación, puesto que no encontraba acomodo. En 1893 viajó a la República Argentina, viviendo en Buenos Aires, Rosario y Córdoba, ciudad esta en la que desempeñó el cargo de vicecónsul de España al tiempo que conseguía el título de Ingeniero Geógrafo en su Universidad.
Ahí empezó, si es que se puede decir así, su vida más trepidante. Se adentró en la Sudamérica profunda y terminó sus días, al parecer, devorado por los indios. Fue constructor de ferrocarriles en el Chaco argentino, buscador de oro en Bolivia, cazador de hombres en la Guerra de Cuba y, al fin, cadáver abandonado a la voracidad de los hombres y las fieras en los pantanales del Pilcomayo, en las selvas de Paraguay.
Veámoslo al microscopio. Llevado de su espíritu aventurero parte para Argentina. La experiencia de esta salida le animó a decidirse a explorar el Alto Paraguay, para cuya empresa necesitaba recursos, lo cual le empujó a venir a Bilbao. Estando en dicha ciudad se alistó para luchar contra la insurrección cubana. Allí fue atacado por fiebres palúdicas, viéndose obligado a regresar a su punto de partida. El 3 de junio de 1898 emprendió una expedición a Bolivia. Como acompañantes en la aventura llevaba a nueve hombres. A finales de agosto la expedición se encontraba en Patiño. La inhóspita naturaleza y la falta de víveres hizo que el grupo perdiese elementos poco a poco. Ibarreta y dos de sus compañeros se quedaron en la intrincada selva, mientras el resto partía en busca de auxilios, que nunca llegaron. El Gobierno argentino envió diversas expediciones en socorro de Ibarreta, todas ellas infructuosas. Se cree que murió a manos de los indios de la tribu de Damongay, sin ver realizada la exploración. A fines de 1899, un vasco amigo suyo, Carmelo de Uriarte, logró dar con sus restos, que trasladó al cementerio de Asunción del Paraguay. Pío Baroja y Blasco Ibáñez contaron sus andanzas diez años después.