El interior del que fue su mundo recordaba, cuando lo dejó, allá por 2010, el destartalado camarote de un capitán de navío tras la tempestad. Las cazuelas de barro, con el culo a medio quemar y desgastadas por tanta candela, iban y venían en la mudanza, junto a las cabezas de ajo y las bolsas de bacalao vacías. La voz de Emilio Alberdi tronaba, con un pellizco de rabia y una gotas de amor propio. Emilio falleció en el año que acaba de marcharse.

Ese mundo del que les hablaba era el Bola-Viga, un restaurante que veneraba el bacalao al pil-pil, al clubranero o a la vizcaina como en pocos templos se ha hecho en Bilbao, la cuna madre del bacalao durante años y años. Quien esto escribe acompañó a Emilio cuando entonaba el adiós. ¡Tanta vida dejaba atrás! El escenario lo baña una lengua de luz; parece el reflejo de la nostalgia. Un reloj francés de anticuario, con los números en porcelana, está parado a las doce y cuarto y una lámpara forjada en la fábrica Navarro de las Calzadas de Mallona, con los escudos de los cuatro territorios vascos cuelga en las oscuridad; en el comedor hay una fotografía dedicada por Camilo José Cela. Los baños se distinguen con dos retratos de anticuario de Rafaela de Ybarra y Pedro Muñoz (“ante sus perseguidores dijo aquello de me habéis quitado todo menos el miedo”, recuerda Maribel Sainz, compañera de viaje y de cocina de Emilio...) y los asientos –“costaron un potosí”–, que guardan la forma de los viejos bancos de tren de la Renfe y se sujetan sobre elegantes forjados, resisten el paso del tiempo con una poderosa capa de barniz que les da lustre. Parecían capaces de obrar el milagro, de ponerse de nuevo en pie. No lo hicieron.

Dice la leyenda que Emilio no daba de comer cuando le caía bien quien le visitaba. No sé si llegó a tanto pero sí que enrojecía de rabia si alguien pedía carne en alguna de sus mesas. “¡Habiendo bacalao, válgame Dios!”, gruñía.

De muy niño vivió en el apartado caserío de Lariz, junto a su bella torre medieval, en el barrio San Lorenzo del municipio de Berriz. Allí nació, junto al caserío familiar –salto de agua y serrería– que manejaban sus padres y tíos. Uno más entre nueve hermanos... que pronto se quedaron huérfanos de padre. Con trece años viene a trabajar a Bilbao de la mano de un benefactor berriztarra, Don Ascensio que era “el dueño de la muy elegante Perfumería del Víctor y también del restaurante Víctor, donde yo empecé a trabajar haciendo de todo sin tener todavía ni catorce años. Luego, con Genaro”.

Empresarios de todas las latitudes y gente del teatro (“un tocayo, Emilio Aragón, vino durante más de veinte años...”); toreros y gourmets que recorren las cuatro esquinas en busca de lo exquisito pidieron carta. “Las crisis que he vivido a lo largo de estos cuarenta años eran bocadillos comparadas con la actual. ¿Cuándo se ha visto que en Bilbao no salga la gente a cenar...?”, se preguntaba el día de cierre. La pregunta la escupe Emilio Alberdi, artífice de un milagro culinario: el bacalao del Bola-Viga. Viene de otro mundo, de los felices años setenta cuando comenzó a labrarse la leyenda de un restaurante que abrió sus puertas un 10 de julio de 1970 en la calle Enrique Eguren.

Tiremos de nuevo de la memoria. El Bola-Viga tomó el nombre de la casa natal de Maribel Sainz, enclavada en el valle de Soba, y pronto prendió la boca a boca de que en sus fogones el bacalao bailaba. ¿El secreto...? “Déjese de fórmulas mágicas: hacer, hacer y hacer... Eso, y un género de primera. Cuando no lo tuve, preferí decirle al comensal que ese día no estaba en la carta”. ¿La modalidad predilecta...? “Hablan del pil- pil, que en Bilbao ha sido la octava maravilla. Yo me quedo con el Club Ranero, por ese punto atrevido. Pero cualquiera vale”.