La Posada del Sol Dorado (Paseo del Arenal esquina con Bidebarrieta) es el establecimiento hotelero de mayor antigüedad del que se tienen noticias en la villa, pese a que las páginas de la historia hablan de otra posada “frente al convento de la Concepción” que abrió sus puertas en los primeros años del siglo XVI y de la que no queda más noticia. Qué no hubiese dado por conocerla Agustín Martínez Bueno, uno de los grandes hoteleros que conoció Bilbao mucho después, en esa época de entresiglos que va del XX al XXI. ¿Hotelero, he dicho? Algo más, uno de los grandes anfitriones de Bilbao. No por nada, como Ciro, el rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos, Agustín, director general del Ercilla, conocía la identidad de todos los clientes que pasaban por su hotel. Lograba, así, que cada cual se sintiese como en casa.

Era el quinto, el quinto bueno, de una familia de seis hijos de agricultores humildes de Villalba de la Lampreana (Zamora), nacido el 26 de mayo del 41. La necesidad le obligó a abandonar el hogar con apenas 15 años, cuando la agricultura ya no daba para más. Llegó “a trabajar de lo que fuese” a Bilbao, donde vivía una hermana. Pronto, aquel adolescente inexperto comenzó un camino en el que la suerte y el esfuerzo le llevaron a tocar el éxito. Estudiante tardío, se adentró en el mundo del periodismo desde abajo (arrancó como botones y el chico de los bocadillos...), hasta que la osadía y el momento oportuno le transformaron en un redactor que se “apuntaba a todo”.

Alerta a todo cazó al vuelo una conversación que le cambiaría la vida. Oyó que iban a construir un hotel y que tal vez necesitasen un relaciones públicas. Allá que se fue. Y allá conoció a Marian, la hija única de Anasagasti, el dueño. Le invitó al cine y aceptó. Al padre le aceptó algo más pero vio pronto que aquel hombre de ojos azules tenía algo más que encantos para su hija: tenía conocimientos y ocurrencias. Un año después de la inauguración del Hotel Ercilla, aquel 23 de octubre de 1972, Agustín comenzaba su travesía en la dirección del hotel hasta convertirse en Agustín, el del Ercilla.

Desde el primer compás al frente del hotel desechó la idea de regentar un establecimiento que solo ofreciera un lugar para pernoctar. Y apostó por incrementar la oferta. Buscó los mejores cocineros y nació el restaurante Bermeo. Esa fue una de las claves. Otras fueron la celebración de ruedas de prensa –se le oyó decir algo así como “un personaje que me dejó huella, pero ya por un tema de curiosidad personal, fue La Pasionaria. Cuando vino a Bilbao, dio una rueda de prensa impresionante, y mira que aquí se han hecho ruedas de prensa”...– y, ¡voilá!, el ascenso de Aste Nagusia hasta Indautxu. Actores, toreros, políticos, gente en busca de fama por unas horas, todos visitaban el hotel. Era el lugar idóneo para ver y dejarse ver; para tomar el pulso de la ciudad y observar, a su vez, la vida en papel couché, el espectáculo, la farándula y los toros, pasión sobre la que hizo camino. Consecuencia de ese empuje llegaron los premios Ercilla de Toros y Teatro, galardones que han labrado una leyenda.

Contada la aparición de La Pasionaria, Agustín recordaba algunos otros sucesos vividos en el hotel, ese en cuya cafetería aparecía sobre las 9.30 de la mañana. No olvidaba la noche en que coincidieron durmiendo allí Felipe González, Manuel Fraga, Santiago Carrillo y Carlos Garaikoetxea; aquella otra, con las inundaciones del 83 en plena efervescencia, cuando subieron a Begoña para hacer acopio de velas; la otra noche negra en la que ofrecieron abrigo a los familiares de las víctimas del accidente del monte Oiz, o el día que Pavarotti entró en la cocina.