OR aquellos días el Maestro regresó del ayuno. Y se dirigió a sus discípulos.

—Hemos de caminar hasta Cafarnaúm para extender la buena nueva.

Jacobo, hijo de Alfeo, restregándose las gotas de sudor que le perlaban la frente debido al calor del desierto y un incipiente proceso febril, fue el único que respondió.

—Maestro, no podemos.

—¿Acaso los romanos han sitiado la ciudad? ¿O un temblor de tierra la ha hundido? -inquirió la fuente de la palabra.

—Nada de eso. La población ha entrado en zona roja y el gobernador decretó cierre perimetral. Dispusieron controles en las puertas. Me lo ha soplado mi primo Ezequiel -repuso Jacobo.

—Hombre, yo podría redactar un justificante de cómo vamos a vender peces a Cafarnaúm. Esa es una actividad económica fundamental y aún cuento con mi licencia en regla de minorista de pescado. Cuela seguro -terció Simón, llamado Pedro.

—Ya salió el todo lo sabe -protestó Judas.

—Mucho fariseo es lo que hay -sentenció Andrés lanzando una mirada torva al Iscariote.

Antes de que la discusión subiera de tono, el joven Juan propuso reflexionar.

—Repasemos el mapa de Galilea para comprobar a qué lugares nos podemos mover. Ya sabemos que no está permitido pasar a Samaria, que es otra región, ni mucho menos a Judea. Tampoco a los pueblitos esos tan chulos a orillas del lago Tiberíades. A ver qué nos queda.

—Tiene razón, Juan. Una ruta por las aldeas del interior estaría bien. Pensad que tampoco permiten reunir mucho público, aunque el acto se celebre aire libre -sugirió Bartolomé.

La mayoría aplaudió la sugerencia de Bartolomé. Los discípulos recordaron los problemas acaecidos durante el Sermón de la Montaña, cuando una patrulla de sayones se presentó de improviso a levantar acta. Miles de seguidores se habían reunido a escuchar la palabra. Se salvaron del expediente y la multa gracias al milagro de la multiplicación de las mascarillas y los botes de gel hidroalcohólico. Desde esa fecha dejaron de predicar todos juntos y lo hacían en tres grupitos de cuatro, como mandaba el decreto imperial. Felipe, que tenía buena mano con los animales, les seguía arreando un borrico en el que cargaban las vituallas.

—Una cosita -cortó el citado Felipe dando palmadas para atraer la atención-. Nos estamos quedando sin mascarillas FPP2. En la albarda del asno restaban unas seis cuando completé el último recuento. Las otras son todas quirúrgicas, de esas azulitas, pero resulta conocido que el nivel de protección es más bajo. Por consiguiente…

—Ya estamos con Felipe y su por consiguiente. Habrá que pasarse por una botica, digo yo. Conozco una boticaria muy maja en Caná que nos haría precio. Entablé relación con ella cuando lo de las bodas y...

—Calla, Judas. Que desapareciste y te tuvimos que andar buscando cuatro horas llamándote a gritos por las calles. No es hábil el tío ni nada, con eso de que “somos los discípulos, la buena nueva” y tal. Piquito de oro, te voy a llamar -comentó Simón, alias Pedro, propinando un codazo a Andrés y guiñándole el ojo-.

—Oye, por mí podemos hacer la compra en cualquier botica. ¿Insinúas que tengo interés en el negocio? A mí no me mueve la plata, Perico, sino las hondas convicciones. Nadie podrá decir de mí, jamás de los jamases, que me sedujera el amor al dinero. No soy un publicano. Desde luego, qué bruto eres -se defendió el Iscariote.

Rieron todos ante la reacción de Judas. Y le recordaron que era el único que siempre se prestaba a llevar el bote en los tiempos en que se podía sembrar la palabra tomando unos vinos por las tabernas. “Y nunca sobra nada”, subrayó Felipe.

—Orden, orden -gritó Bartolomé cortando el cachondeo- . Que siempre estamos igual. A ver, si os parece bien la iniciativa de Juan, la de recorrer aldeas, debemos organizarnos para no vernos obligados a dormir al raso como otras veces. Tengo las costillas molidas de acostarme entre las raíces de los olivos de los huertos.

—Yo también. Y, además de las costillas, sufro de las lumbares y las cervicales. Cada vez que me acuesto en un descampado me levanto todo torcido. Eso por no hablar de los bichos. Cuando lo de Bethabara amanecí con un limaco en la oreja. Y una cosa es estar comprometido y a favor de obra y otra muy distinta andar durmiendo por los bardales -corroboró Zelote.

Se levantó un murmullo de asentimiento espontáneo. Bartolomé tomó el timón de nuevo.

—Pues entonces habrá que planificar. Elegimos las aldeas y mandamos por delante a Juan corriendo, que para eso es el más joven, o a Felipe con el burro, y que vayan reservando un agroturismo que ofrezca plazas para todos.

—Eso pinta mal, Bartolo chico. Muchos agroturismos están cerrados aún o bajo mínimos. Y tampoco te dan cenas por el asunto del límite horario y el toque de queda. Sin embargo, conozco un hotelito de tres estrellas en el camino de… -comenzó a sugerir Judas-.

—Otra vez con sus chanchullos. Oye, que no se cansa la criatura. Erre que erre -bramó Pedro.

—Déjale en paz, Simón… O Pedro. Me lío. Otra alternativa es que nos cobijen en casas particulares. No a todos. De dos en dos, por ejemplo -argumentó Bartolomé.

—¡Ja! ¿Y alguien sabe cuál es el número máximo de convivientes en un domicilio para que en él se puedan acoger personas ajenas al núcleo familiar? El edicto imperial no lo deja claro -cuestionó un Juan que se mostraba remiso a corretear bajo el sol de Galilea.

El debate se encendió de nuevo. Pedro y Judas se agarraron de las túnicas. Andrés los separó. Jacobo, hijo de Alfeo, sufrió un mareo. Le sentaron a la sombra de un sicomoro y le dieron aire. Alguien pidió un termómetro. Jacobo tosió. Por suerte llevaba puesta una FPP2. El termómetro marcó 39,7. Los discípulos se miraron preocupados.

—Debemos comunicar lo de Jacobo a Caifás y el resto de autoridades para que le pongan en tratamiento y se active el procedimiento. Te toca, Juan -ordenó Pedro. O sea, Simón.

El joven salió corriendo sin rechistar. Diéronle agua a Jacobo para aliviar la espera hasta que aparecieran los sanitarios.

—Ya verás cómo ahora nos ponen a todos en cuarentena y confinamiento domiciliario. Ya verás. Se acabó predicar por Galilea -se quejó Judas justo antes de recibir un capón de Simón. O sea, Pedro.

En aquella hora, el Maestro se alejó de sus apóstoles. Elevó los ojos y los brazos al cielo y exclamó.

—Padre, ¿por qué me has abandonado? Y, sobre todo, ¿cuándo volverá a ser todo como antes?

Los discípulos recordaron los problemas durante el Sermón de la Montaña, cuando una patrulla de sayones se presentó a levantar acta

Se salvaron del expediente y la multa gracias al milagro de la multiplicación de las mascarillas y los botes de gel hidroalcohólico