No os lo vais a creer. Abolieron la risa. Sucedió aquí.

Ahora parece una locura. Sin embargo, lo consiguieron. Aconteció en una era imprecisa, anterior a los abuelos de los abuelos. Hace ya generaciones que recuperamos las carcajadas. Pero hubo un lapso oscuro. Os lo explico.

Nadie podría asegurar cuándo ni dónde surgieron. Ni los motivos de su origen. Se dice que aprovecharon los tiempos turbios. La incertidumbre que atenaza las tripas de la gente. El vacío que ocupa el lugar de la esperanza cuando el futuro se vuelve oscuro como el alma del verdugo.

Sigilosamente, los clérigos de aquel extraño culto, al que pocos prestaban atención hasta entonces, fueron copando cargos de responsabilidad. La secta repartía comida entre los más desfavorecidos, habilitaba lazaretos para quienes carecían de remedio y proporcionaban techo durante los meses del lobo. Así se ganaron el aprecio del pueblo.

Siempre se trataba de hombres. Varones secos. Apergaminados. De mirada polvorienta. Vestían hábitos del color de la tierra quemada, de una sola pieza, tejidos bastamente, ceñidos con tiras de cuero o pedazos de soga. Mostraban rostros perpetuamente severos, cargados de ojeras sobre las barbas erizadas. Iban descalzos hasta en lo más duro del invierno; esos meses se diría que ellos mismos contagiaban de frío los adoquines y que a su paso lo helaban todo hasta convertir las goteras en carámbanos.

Desde lo alto de balcones blasonados, columnas solitarias y campanarios retorcidos, los sermones de la facción pastoreaban las mentes. Según sus enseñanzas, el desorden y la prodigalidad causaban todos los males. El universo se mostraba austero, trágico y contenido en sus manifestaciones correctas.

Ninguna especie animal digna come o bebe más de lo que necesita, ninguna se da a la cópula más de lo estrictamente imprescindible, ninguna pierde su tiempo en festejos y celebraciones. Las rebaños, las manadas, las bandadas descansan y se desplazan de un modo jerárquico, rígidamente establecido, prácticamente inmutable. Como mandan los cánones eternos escritos en un código universal. En esto insistían.

Y sobre todo, los animales no ríen. El humano ha de seguir su ejemplo. El respeto al código ha de organizar las vidas. Tal letanía repetían machaconamente con gestos graves y gritos agudos. Sin descanso. Ora rogando, ora amenazando veladamente.

Los sin mácula tomaron la administración de la ciudad. Los ricos se lo permitieron porque hace generaciones que distinguían entre administración y poder. Ahora eso ha cambiado. Pero en aquellos días, los amos del burgo toleraron la preponderancia de los clérigos en magistraturas y poltronas, seguros de que la espada y el oro no cambiarían de manos. Al contrario, los discursos preñados de tinieblas, hogueras y justicia omnisciente pero ciega, mantenían al populacho a raya, sometido a un temor extenso e inconcreto.

Mediante limosnas y cuestaciones acumularon monedas suficientes para costear las pirámides escalonadas que necesitaban. Una en el centro de cada plaza. De diez metros de altura y otros tantos de lado. Había quien sospechaba que apresaban en el interior de estos edificios sin puertas todas las risas robadas a la gente.

Subidos en sus cimas desmochadas y planas, los clérigos gritaban mensajes furibundos. La ceremonia tenía lugar cada noche, en el pico de cada pirámide, en todas las plazas, tras iluminar el espacio con cientos de teas resinosas. El pueblo quedaba paralizado, boquiabierto, sometido al pánico, vulnerable. Para ese momento, la risa era clandestina.

No fueron precisas armas ni mazmorras para lograr que nadie riera. Bastó el temor que infundían los salmos recitados por hombres enfebrecidos que se agitaban iluminados por las antorchas. La fe es el más poderoso de los grilletes.

Ninguna mujer admitieron los justos. Ni se los vio junto a ellas. Aducían que eran seres débiles y estúpidos. Las mujeres tenían a su disposición espacios específicos, delimitados por celosías, en dos de los vértices inferiores de las pirámides.

El motivo de ese desprecio, o temor, tenía un fundamento. La secta conocía que las mujeres no podían evitar una sonrisa cuando la comadrona les presentaba su bebé recién nacido. Era un reflejo. Amenazaron a parturientas, las ensordecieron con sus plegarias enfermizas, incluso las golpearon. Fue inútil. Llegado el momento, las mujeres reían. Y, lo que es peor, los neonatos también. La risa de los neonatos resulta más contagiosa que la viruela.

Determinaron que ejecutarían a los nacidos cuyas madres sonrieran. Las esposas de los poderosos siempre parían en entornos seguros. Sin testigos. El resto, desde antes de la pubertad, aprendía a contener los labios. Sacrificaron la risa.

Todas las almas y las vidas se habían vuelto polvorientas. Los bebés sonreían a nadie. Y durante unas pocas semanas. Pronto imitaban la mueca muerta de los adultos. En ese momento, los clérigos se sintieron los reyes de la creación.

Hasta que, cierto anochecer, durante la plegaria del solsticio de verano, el Gran Puro se desgañitaba en la cima de la Pirámide Mayor. Desgranaba su rosario de terrores, construcciones y penitencias con una energía de la que solo él era capaz. Según los anales resultaba hipnótico. Seguro. Teatral. Pavoroso. Cerraba los puños. Agitaba los brazos. Se elevaba sobre las puntas de sus pies. Los ojos muy abiertos. Los labios cubiertos de espumarajos de saliva. La voz ahora aguda, ahora grave. Era el mejor.

En pleno éxtasis, ante miles de miradas alucinadas y temerosas, el Gran Puro, sudoroso, resbaló sobre las losas pulidas. Uno de sus acólitos, con un gesto rápido, trató de sujetarlo. El Gran Puro siguió trastabillando, iluminado por el fuego. El acólito cerró las manos con tanta firmeza sobre la toga de su maestro que se quedó con ella, rasgada, en las manos. El Gran Puro se deslizó desnudo, rodó sobre las losas, botó por los peldaños de la pirámide escalonada. Paró, magullado, fláccido y desnudo junto a una de las celosías que ocupaban las mujeres. Se incorporó aturdido, cubriéndose con las manos.

Silencio. Un silencio muy largo. Silencio.

De repente, una pequeña, quizá de seis años, extendió su brazo hacia el Gran Puro. Le señaló con el índice. Sonrió. Rió hasta saltársele las lágrimas. La risa, como un cascabel, se extendió. Poco a poco. Hasta convertirse en un clamor de carcajadas y dedos índices señalando al Gran Puro. La pirámide hueca recogía el eco y lo multiplicaba. La risa corrió por toda la ciudad, No consiguieron abolirla de nuevo.

Así me contaron que regresó la risa. Y se sanaron las miradas polvorientas.

Creedme.