Nacido en el barrio bilbaino de Begoña (27-XI-1923) fue conocido por casi toda la geografía futbolístico como Juanito, por más que mereciese un trato de Don. Fibroso y bien entrenado, hasta el punto de ejercitarse a veces junto a la plantilla del Athletic, resistía los 90 minutos sin alejarse demasiado del balón en tiempos en los que no era tan raro dirigir casi con telescopio. Si se vistió de negro fue, en parte, a causa de la amistad que le unía a notables árbitros vizcainos de los 40, como Mazagatos, Crespo e Incera. Había jugado en varios equipos juveniles hasta que una lesión de menisco lo retirase. Ahi empezó un árbitro de leyenda. Su debut se produjo en un Zeberio-Zamudio de Tercera Regional, la temporada 1946-47. Sus puños y cuello blanco dibujando un pico sobre la chaquetilla, así como la rodillera, recuerdo crónico de su lesión juvenil, llenaron toda una generación futbolística.

En su ideario sobre un buen arbitraje fue claro y conciso. “Lo más importante es mantener una personalidad y hacerse con el jugador”, dijo. “El árbitro debe limitarse a señalar las faltas sin hacer observaciones, salvo cuando sean necesarias, sin mantener el diálogo ni dar margen a la conversación. A Di Stefano le habré arbitrado unos 60 partidos y él mismo ha dicho que solo hemos hablado para saludarnos”, llego a decir.

En un tiempo sin tarjetas de amonestación y con dureza que hoy se consideraría brutal, su media de expulsados fue comedida. Eso sí, cuando tuvo que expulsar a Ladislao Kubala, máxima estrella culé, en el célebre incidente con Oliva, ocurrido en el campo de Las Corts no le tembló la mano. Tenía 30 años. El Barcelona lo recusó por un año, tal y como entonces permitía la FEF. Juan lo acató con disciplina pero lo vio como algo injusto. Tanto, que durante algún tiempo también él decidió recusar al club azulgrana, dándose el lujo de presentar certificados médicos incapacitantes, si era designado.

“¿Han intentado sobornarle alguna vez?”, le preguntaron cierta tarde. “Tengo mala memoria”, dijo. En Bilbao fue más explícito a su regreso de Milán, tras un partido de Copa de Europa. Se había presentado en su habitación un magnate, familiar directo del presidente local, con joyas para las esposas del trío arbitral. Juanito no se lo pensó: “Son preciosas”, dijo. “Pero en mi tierra tenemos la costumbre de entregar los sobornos durante el sorteo del campo, con los dos capitanes delante”. Un ejemplo más de su integridad.