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El último gregario de Indurain

Con la retirada de José Luis Arrieta, que dejará de ser ciclista el 31 de diciembre, nada queda ya de los tiempos de Indurain. El navarro regresa junto a Eusebio Unzue y será director del nuevo Movistar

El último gregario de Indurain

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caminó entre gigantes. Vivió en los tiempos de Indurain. "Pero creo que nunca he sido verdaderamente consciente de ello". No hasta el final, hasta que detiene su bicicleta porque no soporta más el dolor de una tendinitis que le taladra la rodilla y se baja. Es para siempre. Es en la carretera de Arriondas que lleva a Cangas de Onís y de allí a los Lagos de Covadonga. Es en la Vuelta a España. Es un 11 de septiembre de 2010 catorce años después de que Indurain pusiese pie a tierra para toda la vida un poco más adelante, frente a la puerta del hotel El Capitán donde se refugió de los focos. Es el designio, ineludible. Allí se acabó una era. Allí mismo dejó el ciclismo José Luis Arrieta, 39 años, 18 de profesional, el último gregario de Indurain. Nada queda ya de aquella época maravillosa.

Arri está de pie en la cuneta de esa carretera de Arriondas. Ya no es ciclista. Se da cuenta en ese momento. Llora. Un poco por emoción. Un poco por desconsuelo. "Sabía que era mi última Vuelta y quería acabar". Acabó, aunque no donde quería. Los finales no se eligen. Se le dispara el proyector de la memoria, que recoge una vida, sus fotogramas. 18 años. Se conciencia entonces: "Corrí con los mejores". Desde el primer año, 1993. Con 22 tacos llegó al Banesto monumental de Miguel, de Perico, Jeff Bernard y Gorospe. "Y todo eso impresiona. Date cuenta de que era de los mejores equipos del mundo, de que allí no faltaba de nada, de que había todos los medios disponibles. Pero a la vez, seguía siendo una familia, la familia navarra, el Reynolds. Eso se notaba en el trato normal de los campeones, en el ambiente".

la escuela Echavarri Arrieta, que nació en Donostia pero se crió, vivió y vive en Uharte-Arakil, encontró temprano su sitio en el ciclismo. "Pero fue sin darme cuenta". Se decidió por la línea del menor esfuerzo vital y ciclista: se hizo gregario, gregario de Indurain. Renunció así a sí mismo, a sus ambiciones, a su gran obra, a la novela que es destino magno de los escritores y se conformó, como un Josep Plá o un Montaigne a contemplar y describir, a trabajar en silencio, en la sombra, para iluminación de otros. Pero lo hizo de una manera tan natural, tan de corazón, que resultó brillante. Arrieta interpretó el ciclismo en el sentido gremial y sacrificado de los campesinos. Correr era arar y sembrar el campo. De recoger se encargaban otros. Así, perduró. "Mi sueño era ser profesional diez años y he estado 18". Le aleccionó José Miguel Echavarri, que le enseñó a simplificar el ciclismo, a convertir ese universo en un átomo. La sencillez de la sencillez. La escuela Echavarri pregonaba la lógica: "Haz tu trabajo y descansa para mañana". Hay chicos que nunca comprenderán esa máxima y se vacían para acabar el 35, en el segundo pelotón, o en el tercero. "Es un error".

Él aprendió rápido. Por obligación. En su primera temporada como profesional debutó en el Gran Premio La Maseillaise francés -"una sensación enorme porque llevaba mucho sin correr por una caída cuando aún era aficionado y una premonición porque luego acabé mi carrera corriendo en Francia"- y poco después, durante el Tour de Romandía se le acercó Echavarri y le dijo que correría el Giro para escoltar a Indurain, pero que estuviese tranquilo, que no se agobiara, que tendría que trabajar durante dos semanas y luego haría las maletas. "Y resultó que después de dos semanas de Giro Miguel iba de rosa y solo quedábamos en carrera seis del equipo. José Miguel me vino entonces y me dijo que lo sentía pero que no me podía ir, que la situación era la que era y que... Yo le corté y le respondí que aunque me obligara no me iba a marchar a casa". Indurain ganó aquel Giro por los pelos. Le sacó 58 segundos a Piotr Ugrumov. Era su segundo triunfo en Italia. Un año después, sucumbió a Berzin. Allí también estuvo Arrieta. "He estado presente en las dos grandes pájaras de Miguel".

El tour maldito La primera, fue en la colosal etapa del Mortirolo en el Giro del 94 en la que Indurain, heroico, acabó muerto y rendido en la meta de Aprica donde se encumbró Pantani y el precoz ruso de la Gewiss resistió en rosa; la segunda, dos años después, en el Tour maldito, el de 1996. "Miguel cogió una pájara tremenda el día de Les Arcs, pero él nunca se rindió. Siguió corriendo para ganar, pero el frío y la lluvia, que le venían muy mal a su musculatura, y, claro, los rivales le apartaron del sexto", razona Arrieta sobre su debut amargo en el Tour. "Pero aquella amargura era más cosa nuestra que de Miguel. Él se tomaba las cosas con una calma increíble. Siempre fue así. En la derrota y en la victoria. Él corría, sufría, se esforzaba y eso era ya suficiente satisfacción. Quiero decir que si perdía no se mortificaba. Había hecho lo que tenía que hacer y punto", explica el navarro, para quien Indurain fue compañero, amigo y modelo por su condición de campeón modesto. Era Dios, pero en humano. "Era único". Tan gigante como bondadoso. "Nos pedía perdón, de veras. En las dos grandes pájaras que he vivido a su lado llegábamos al autobús y ahí estaba él más triste por habernos fallado que por el resultado. Nos decía que lo sentía mucho, que lamentaba haberse olvidado de comer o de quitarse o ponerse el chubasquero... Ha sido el más grande porque su grandeza iba más allá del palmarés. No conozco a nadie que hable mal de él".

En el Tour de 1996 no se dio por vencido hasta la etapa de Iruñea, "dantesca, uno de los días más duros de mi vida". "Llegamos al hotel y, rendido, Miguel dijo que nos podíamos quedar ya en casa, que todo estaba decidido". Perdió la última crono de aquel Tour con Ullrich, pero semanas después se colgó el oro olímpico en Atlanta y en septiembre, en la Vuelta que corrió por imposición, se bajó de la bicicleta en la carretera de Arriondas que lleva a Cangas de Onís, frente a la puerta del hotel El Capitán. Se retiraba para siempre, pero no lo dijo hasta enero de 1997.

"Fue una despedida muy sigilosa, sin hacer mucho ruido. Así es él", recuerda Arrieta. "No nos sorprendió que renunciara a intentar ganar de nuevo el Tour. Miguel no era ambicioso. No pensaba en ganar a cualquier precio, de cualquier manera. Por eso se fue. Alguna vez hemos hablado de que incluso cuando ganó el quinto Tour ya pensó en dejarlo".

Indurain se fue un 2 de enero de 1997 y Banesto siguió su camino. "No creas, no cambió tanto". Llegó Abraham Olano, un ciclista imperial que cargó con el lastre de emular al navarro. "Ese fue su gran drama, pero fue un líder ejemplar en lo deportivo y en lo personal". Y luego, Zulle, Valverde, Mancebo... Con el abulense se marchó en 2006 a Francia, al Ag2r. Le dijo entonces Eusebio Unzue: "Vete, pero ya sabes que puedes volver cuando quieras". Regresa ahora, cuando el 31 de diciembre expire su último contrato ciclista, como director del Movistar, el heredero del Reynolds y Banesto, "un equipo nuevo pero en el que queda algo de aquel romanticismo".