Después de la batalla
Carlos Sastre confirma su debilidad en el Terminillo, donde gana Sorensen y los favoritos se tantean
bilbao. Después de la dantesca batalla sobre la alfombra de lodo y piedras de las Strade Bianche, llegó la montaña, el primer gran puerto del Giro, el Terminillo. Un día temible. No por duro o desalmado, que no es el puerto una extensión del Himalaya, sino por la respuesta insospechada del organismo al contacto con los desarrollos más ligeros. Hay quien quita plato, sube piñones y se atasca. A las piernas les cuesta masticar el cambio. Así que ayer gemían como visagras viejas sin engrasar. Cómo se agudizaba el sufrimiento hasta abrazarse a la agonía. Qué lejos llegaban en el dolor los ciclistas. Vinokourov, por ejemplo, el líder, portentoso la víspera sobre el lodazal, vestido del tipo negro de la guadaña en el infierno blanco de la Toscana, tierra hermosísima que sembró de cadáveres, 40 kilómetros de cruces hasta la colina de Montalcino tras hermanarse con Cadel Evans, otro ciclista de su estirpe, duro. No era el mismo ayer el kazajo. No tenía guadaña. Ni fuerzas. Aunque sí piernas, porque las sentía, esta vez en el dolor. Una losa pesadísima. "Se nota el cansancio en todos. Tengo las piernas pesadas", dijo. Así que Vino, un hombre al ataque, que corre como si estuviese enfadado con el universo, con el ceño fruncido y cara de perro, se limitó a defenderse en el Terminillo, a seguir el dorsal de Evans arrastrando cuesta arriba sus pesarosas piernas en el convencimiento de que "si yo estoy así, no será distinto para los demás". No lo fue. Nadie le hizo tambalearse y sigue su idilio rosa.
En el Terminillo, la batalla se libró entre la niebla y en dos dimensiones. Por la etapa se partieron la cara 17 ciclistas que huyeron temprano, cogieron un carro de minutos y se presentaron en las faldas del coloso con margen suficiente para saber que alguno de ellos acabaría el día entronizado. Había entre ellos grandes mariscales, luminarias de la estrategia, visionarios de los que amanecen una mañana, levantan la mirada, miran al cielo y dicen "hoy es el día". Y resulta que es el día. Es de esos Moncoutie. O Voeckler. Ciclistas con oficio. La cuestión es que el Terminillo, amable pero no llano, no sublimaba el olfato, el saber hacer de los curtidos, sino la fortaleza. Requería piernas la escalada, no cerebros. Las tenía Simone Stortoni, jovencito, 25 años del Colnago, que se adentró en la nube que cubría la cima del Terminillo osado y poderoso. Después llegó a su altura, retorcido, Chris Sorensen. El resto, salvo Petrov, mostrenco ruso, se dispersó.
Sastre, k.o. Los fue engullendo, uno a uno, el grupo de Vinokourov, que era nutrido porque escalaba sin premura, en son de paz, pese al anuncio tras el descalabro de la víspera de los chicos del Liquigas, Basso y Nibali, que con el corazón encendido y el rostro aún impregnado en barro, prometieron una guerra sin cuartel para destronar al kazajo y a Evans, los dos grandes aspirantes. En la montaña, su paisaje, permaneció oculto el dúo italiano, mientras expresaban su disconformidad secundarios como Scarponi, como Cunego, resurgido en las Strade Bianche tras un inicio de Giro aciago y notabilísimo en el Terminillo, donde se enfrascó en un intercambio de golpes con Scarponi, Garzelli y Gadret que no tenían contundencia. No eran ganchos violentos de los que hacen retorcer los cuerpos de los enemigos, sino cachetes inocentes que resultan molestos a la mejilla e incluso la enrojecen, pero que no duelen.
No, al menos, a Vinokourov, a Evans, a Basso o a Nibali, que resistieron con entereza y se limitaron a eso, pues no ambicionaron la etapa, que atrapó Sorensen tras desactivar a Stortoni.
La niebla, sin embargo, se tragó definitivamente a Carlos Sastre, el abulense que llegaba al Giro con el podio como meta y arrastra una semana demencial. Lastrado por las caídas en la gira holandesa, distanciado el sábado en el infierno de lodo de Montalcino, ayer sucumbió de nuevo y se dejó poco más de un minuto con sus antiguos rivales. "He sufrido todo lo que he podido para estar cerca de los de adelante y perder el mínimo tiempo posible, pero para mí está siendo un comienzo de Giro especialmente duro por las caídas y todos los problemas que vengo arrastrando desde el comienzo", dijo ayer el líder del Cervélo, herido en una nueva batalla, pero no muerto, no abatido ni desquiciado ni desolado. Qué va. "Sólo pienso en recuperarme y afrontar el final del Giro con más ilusión y más alegría".