ERA uno de los graneros del Estado, pero no escapó al hambre y el racionamiento de la posguerra, "Mi tío mató un cerdo debajo del pesebre", intentando esquivar el férreo control franquista recuerda Mari González. Vecina del barrio de Zubiaga, es una de las 22 personas que presta su testimonio a Menos Franco y más pan blanco, el libro con el que el Ayuntamiento de Galdames obsequia a sus habitantes en Navidad. Un capítulo más de la serie de memoria histórica local que comenzó en 2017 con el relato de la Guerra Civil y prosiguió en 2018 con las celebraciones populares que sirvieron de válvula de escape a la falta de libertades. Esta tercera entrega se pondrá a la venta el martes en el Ogi Eguna.

Al igual que en las ediciones precedentes, la empresa Novélame se ha encargado de recabar información en actas y archivos, pero también en palabras y fotografías de los vecinos. "Es un trabajo que han realizado todos y hay que aprovechar la oportunidad de poder hablar con la gente que vivió entonces", afirma Marta Zaldibar, que ha llevado a cabo las entrevistas, agradeciendo la implicación de Francisca Aguirre, Eduardo y José Ángel Arana, María José Arruza, Itziar Avellanal, Eladia Cámara, María Dolores Díaz, Miren y José Ángel Humaran, José e Iñaki Idiáñez, María Pilar González, Iñaki y José Lasa, Miren Múgica, Camila y Pablo Palacio, Azucena e Inmaculada Ruiz, Pedro y Loli Saratxaga y Eli Terán, cuyas edades abarcan de los 54 años de la menor a los 91 del mayor. Coinciden con la apreciación de Marta de que "en la posguerra pensaban que había pasado lo peor y, sin embargo, nunca antes existió tal desabastecimiento". "Herminia, tan simpática y adorable, nos recordaba mientras nos llenaba los bolsillos de caramelos de café con leche que ¡pobres de nosotros si volviese el 41", apunta en la introducción del libro la concejala de Cultura, Nagore Orella. Durante el conflicto bélico "se habían bombardeado fábricas y campas y después Franco instauró una autarquía". Y eso que Galdames contaba con el pan "barato y que llenaba bien", pero el régimen vigilaba "lo que se sembraba, lo que se producía, lo que se distribuía y lo que se vendía, incluso el precio".

Galdames y Zierbena "fueron quienes en mayor medida contribuyeron a la producción". Del campo bajaban el trigo "a rastras por el monte hasta que lo cargaban a los carros de bueyes", describe Eduardo Arana, otro de los vecinos que interviene en la publicación. Lo depositaban en los bajos del edificio consistorial y de allí se transportaba a la fábrica La Valmasedana. En Galdames "la mecanización se produjo de una manera muy tardía y las trilladoras, de grandes dimensiones no podían entrar en todos los barrios". Siempre se respetó el emplazamiento donde se piensa que está enterrado un miliciano, cuyos restos no han sido hallados en tres campañas de búsqueda.

El precinto que bloqueaba el paso a los cinco molinos que llegaron a funcionar en la localidad no impidió que muchos vecinos los accionaran de noche "y a veces escondían el producto en cuevas". Las redes de solidaridad funcionaban a pleno rendimiento para avisar en cuanto se avistaban las motos de los inspectores. Las instancias gubernamentales instauraron fielatos en las entradas de los municipios que ejercían como una especie de aduana. La de Galdames, enclavada en Humaran, "estaba gestionada por mis padres", rememora Pedro Saratxaga.

Restricciones y picaresca Alimentos y otros artículos de primera necesidad se entregaban mediante cupones de racionamiento mientras la población sufría penurias. Marta -que dio vida al proyecto Novélame con su hermana Laura e Inma Roiz- ha documentado casos "de personas que se quedaban a trabajar en casas a cambio de cama y comida, era frecuente entregar hijos a otras familias". En las ciudades "la situación empeoraba sin terrenos que cultivar". Servir a las familias pudientes para las niñas; la mina o el seminario, para los niños, se atisbaban como vías de sustento. Otros "hicieron dinero en el mercado negro". Y se cuenta que en el tren de La Robla "nunca se vieron tantas embarazadas" que tomaban la precaución de arrojar por las ventanas la comida que escondía la tripa para sortear el examen en la estación de destino.

Ante este panorama había que agudizar el ingenio para llevarse algo a la boca. Además de la sopa de ajo y la porrusalda, en se popularizaron "la harina de borona con agua o la leche, el que tenía", detalla Luci Tueros. O se aplicaba otra solución más drástica: "Meterse pronto a la cama" para engañar al estómago. Con aquellas vivencias más presentes que nunca, el martes Galdames no esconderá, sino que exhibirá con orgullo en el Ogi Eguna el pan que se ha convertido en su seña de identidad.