HACE cuatro años que Ana Zamorano no pasaba tanto tiempo en su casa de Sodupe, Güeñes. Dos años viviendo en Inglaterra y otros tantos entre América y Asia. Mientras reajusta rutinas, ya prepara un calendario de 2020 con sus fotografías que incluirán fragmentos de conversaciones con personas que ha conocido en la bicicleta que aparca hasta su inminente próxima aventura: en primavera volará a Myanmar, enlazará con India y el resto? ya se verá sobre la marcha como la que ha hecho por Irán, Armenia y Georgia en los últimos cuatro meses y medio. Apenas ocho días hizo escala en Enkarterri a su vuelta de México.

Cruzando los dedos “para que no me denegaran el visado en el aeropuerto”, en primavera embarcó en un vuelo a Teherán. Le tomó la primera semana acostumbrarse “al choque cultural de sentirme un poco presa de mí misma”. Enseguida se percató de que “algunos hombres no me miraban a los ojos cuando me hablaban” o que agentes de policía vigilaban de cerca que el velo islámico no dejara al descubierto más cabello del que consideran decoroso. “Las mujeres me escribían en el traductor del teléfono móvil que carecen de derechos”; ya a punto de tomar tierra en el avión “la pasajera de al lado me advirtió para que me cubriera la cabeza”. Al mismo tiempo, late el deseo de cambio “en el país que mejor me ha tratado en cuanto a hospitalidad y generosidad”. Mientras su compañera de asiento le hacía indicaciones, “su marido me dijo que el hiyab se lleva en el corazón”. Su estancia coincidió con el cuarenta aniversario de la revolución que derrocó al Sha en 1979. Impactada por las fotografías de la época que muestran a las mujeres con atuendos occidentales “preguntaba a las mayores cómo lo vivieron”, pero persisten los reparos a hablar.

Recorrió el país “sin una ruta fija”. Descubrió la capital y “ciudades de la Ruta de la Seda”, como Isfahan o Shiraz” con susto incluido: “en el segundo mes del viaje Estados Unidos rodeaba Irán por tierra, mar y aire e hizo amago de querer atacar; y la familia que me hospedaba me alertó de que si la situación empeoraba tendría que salir urgentemente”. Reservó cuatro semanas para adentrarse en el Kurdistán, de triste actualidad por la guerra siria. “Había leído sobre su lucha contra el Estado Islámico y que la muy montañosa superficie que comparte cultura e idioma se distribuye oficialmente entre Siria, Irán, Irak y Turquía”, relata. El carácter de los vecinos desbordó a Ana, que “no podía pedalear más de veinte kilómetros sin que me pararan” para ofrecerle comida o invitarla a sus casas.

Raíces en común Su siguiente parada se situó en Armenia. En su expedición por el Cáucaso, se unió a ella una amiga de Alonsotegi. El territorio es tan remoto y extenso que “pedaleamos durante cinco días y cuando vimos a unos pastores nos preguntaron dónde estaba nuestro rifle porque los osos deambulan por la zona”. Tanto en Armenia como en Georgia, donde siguió ya de nuevo sola, “estudian desde pequeños que comparten raíces con el pueblo vasco” por aparentes similitudes el euskera con su idioma.

Esta experiencia “me ha hecho desmitificar el aquí y el allí: les enseñaba fotos de mi abuelo en la huerta? y en el fondo es lo mismo”. Y en el supuesto primer mundo “estamos desarrollados, pero hemos perdido los valores y nos da miedo todo”. “Claro que ocurren cosas, pero... ¡Vive tranquilo hasta que no te sucedan a ti!”, aconseja.