Bilbao - Las viejas aulas con suelo de madera crujiente en el colegio de la Plaza Nueva, los juegos y gritos infantiles bajo los arcos cuando llovía, la chasca que usaban los religiosos para pasar lista y reprender a los alumnos más rebeldes, don Ángel y sus salidas en busca de minerales a La Arboleda, las clases de natación en la piscina, envidia de todos los amigos; la doble sesión de cine los sábados, los entrenamientos de baloncesto, las fotos de familia de clase para las que se posaba cada curso, cuando llegaron las primeras cuatro chicas a aquel segundo de BUP...

Estos, y otros muchos más según cada generación, son los recuerdos de cualquiera de los más de 35.000 alumnos que se han educado en el último siglo en el Colegio El Salvador de los Hermanos Maristas. Un centro que con su historia ha dejado impronta tanto en el Casco Viejo, donde nació en el curso 1918-1919 y mantuvo sus aulas hasta finales de los años 90; como en Santutxu, donde sus actuales dependencias, estrenadas de forma oficial en 1965, acogen en el actual curso a 1.317 alumnos desde infantil hasta bachillerato. “Relativamente ahora son pocos estudiantes”, explica Patxi Paliza, autor del libro que recoge la historia del centro y donde se aporta el dato récord de que en el año 72 se alcanzaron los 2.706 alumnos entre las dos sedes.

Fueron tres hermanos franceses de la congregación religiosa creada por San Marcelino Champagnat los que abrieron el centro en el primer piso del número 4 la Plaza Nueva. Contaron con la ayuda económica del párroco de San Nicolás que les invitó a venir y aportó 4.392 pesetas de la época. Un dineral que no fue suficiente para una comunidad religiosa modesta que “en sus primeros meses llegó a dormir en colchones tirados en las mismas aulas habilitadas”, recuerda el hermano Ricardo Izura, la memoria viva del centro que ha colaborado también en el libro. Pero pronto caló la forma de educar de los maristas entre los bilbainos pudientes, tanto que fueron comprando diferentes pisos de la Plaza Nueva hasta ocupar casi todo ese ala de la plaza. La Guerra Civil dejó la huella de una bomba que sirvió para renovar las instalaciones y seguir creciendo hasta llegar a la saturación. “Los vecinos se quejaban de la cantidad de críos que molestaban en la Plaza Nueva donde tenían el recreo ante la falta de patios”, indica el hermano Ricardo. Tanta fue la protesta que se autorizó al centro a usar los campos de fútbol de Mallona para este fin. Aún así había que mudarse, pero ¿dónde? “Se habló de salir al extrarradio, como otros colegios pero al final se decidió quedarse en la ciudad”, relata Paliza que ha buceado en los anuales de la comunidad que cada curso redactaba un religioso.

De este jugoso fondo de vivencias y otras fuentes consultadas ha podido desvelar que construir el colegio de Iturribide costó alrededor de 135 millones de pesetas. “Fue una gran obra en un terreno con una diferencia de altura de 35 metros y de pura roca. Imagínate, obligó a utilizar dinamita para las voladuras”, destaca. En una de esas explosiones una piedra llegó a entrar en la habitación de un bebé de una casa contigua. Afortunadamente, la cuna estaba vacía.

Las dependencias en Santutxu marcaron un antes y un después para la comunidad religiosa y su labor educativa. Se dotó al centro de varios patios y canchas deportivas, amplias y numerosas aulas, salón de actos con cine, una gran capilla que fue parroquia para el barrio, la residencia para los hermanos y sobre todo la piscina. “Fue la primera que se construyó en Bilbao después de la del Club Deportivo”, indica el religioso. La llegada de las primeras alumnas procedentes de las Jesuitinas y la contratación de profesoras fue también otro hito que marcó la década de los 70.

Eran los años en los que ingresar en el centro era imposible sin tener un familiar dentro hasta que el baby boom empezó a descender y se redujo el ratio de alumnos por aula. Ello posibilitó, por ejemplo, implementar un sistema educativo “donde los jóvenes aprenden a trabajar en equipo, en proyectos prácticos y promoviendo la investigación”, detalla el religioso. Una senda que aún sigue el actual cuerpo docente en el que tan solo queda impartiendo clase un hermano, Andoni González.

Las celebraciones de este primer siglo de los Maristas en Bilbao están pasando desapercibidas de cara al exterior. “Es nuestro estilo”, sentencia, Andoni. Una forma de actuar de un colectivo, no solo de religiosos también de seglares, basada en las enseñanzas del fundador resumidas en tres rasgos: humildad, sencillez y modestia. “Son las tres violetas, una planta pequeña que no se ve pero que deja su olor y aroma. Dejamos huella sin hacernos notar”, concluye convencido el religioso.