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Juantxu Larruzea, el ‘mundial’ cocinero que alimentó a campeones del ciclismo

El chef zornotzarra falleció el pasado jueves a los 81 años

Juantxu Larruzea, el ‘mundial’ cocinero que alimentó a campeones del ciclismoPablo Viñas

El pueblo de Amorebieta-Etxano despidió ayer correspondido con calor a Juantxu Larruzea. Con su pérdida el pasado jueves se apaga uno de esos fogones que alimentaban a toda una comunidad. Chef zornotzarra de 81 calendarios y figura indispensable del recetario vasco contemporáneo, fue un maestro en el arte de la caza bien tratada, del bacalao en su punto exacto y de los postres con memoria, como aquellos canutillos que aún crujen en el recuerdo colectivo y que llegaban al Tourmalet. Su restaurante en la salida a Gernika-Lumo no fue solo una casa de comidas: fue un comedor de peregrinación para la gran familia del ciclismo vasco. Por sus mesas pasaron Indurain, los Gorospe, Lejarreta, Olano… Campeones que encontraron en sus platos algo más que alimento: refugio, energía y afecto. Y, como ellos, toda la ciudadanía.

La vida de Juantxu –excocinero de la Selección de España de Ciclismo- se degusta hoy a través de las anécdotas que quienes le conocieron sirven con emoción. Porque él no solo cocinó platos: guisó recuerdos, ligó amistades a fuego suave y dejó reposar una herencia humana tan sólida como sabrosa.

Nacido en Boroa, hijo de Julián Larruzea, cantero, y de Antonia Mezo, cocinera, su vocación se impuso desde niño. Cuando su padre, cansado de que su hijo holgazanease en la escuela, decidió mandarlo a la cantera, Juantxu respondió que él quería ser cocinero, como su madre, a la que ayudaba en el bar familiar con alubias, callos, morros, chuletas, cangrejos y caracoles. Desde esa tarde comenzó su camino entre fogones, que lo llevó primero a El Cojo, en Zornotza, donde se formó y forjó una entrañable amistad con Farutxi, y después a varias cocinas: el histórico restaurante José Luis, epicentro gastronómico de Madrid en los 70; la Herriko de Garai, donde maridó a la perfección y ya para siempre con su esposa, Asun; el Avenida de Donostia, el Juantxu de Durango… Años de aprendizaje y experiencias que lo hicieron nómada hasta asentarse definitivamente en su hogar, Amorebieta-Etxano, a finales de los 80. Antes, sobrevivió a la dureza de los mares helados de Groenlandia, embarcado en un bacaladero donde las jornadas extremas y las bajas temperaturas no lograron apagar su vocación, y completó su formación durante el servicio militar en Madrid.

Ainhoa Salterain, alcaldesa de Amorebieta-Etxano y pariente del finado, lo reduce con palabras sencillas, como la buena cocina: “Era una persona entrañable, humilde, familiar y muy trabajadora que acercó el ciclismo de élite a Amorebieta-Etxano y que siempre dio de comer muy rico a quien se acercó a su casa”.

Por su parte, Miguel Madariaga, presidente de la Fundación Euskadi y alma mater del Euskaltel-Euskadi, remueve el puchero de la memoria y rescata su alegría contagiosa y su talento entre cazuelas: “Destacaría su alegría para hacer el bien a los demás. Era amigo de todo y de todos. Coincidimos en Madrid haciendo la mili en el Ministerio de Marina. Recuerdo una anécdota suya cuando cocinó una tarta en el cuartel. La tarta no subía, empezó a salir humo y aquello casi se quema. No le había echado levadura. Personalmente, lo que más me gustaba que hacía era la merluza al pil-pil y un bacalao fabuloso. La verdad es que era un muy buen cocinero”.

En paralelo, José María González Sema, inseparable amigo de toda la vida, aporta un retrato cercano, sazonado con humor. “Juantxu era de corazón grande, un verdadero pedazo de pan. Yo le conocí desde niño. Me han pedido que toque el órgano en su funeral porque dicen que a él le hubiera gustado. Hemos pasado buenos y malos momentos juntos. En la mili coincidimos en Madrid y fraguamos una amistad enorme. Cantábamos en un coro, primero en la calle, luego en actos oficiales. Juantxu fue aprendiendo a cantar hasta ser primer tenor. Ganamos un concurso del que, al acabar, nos fuimos, y como íbamos vestidos de marineros, el trofeo lo mandaron al Ministerio de Marina. ¡Habíamos ganado!”. Cantaron incluso en Lourdes o Barcelona. Sema echa una carcajada y esprinta: “En una ocasión, en un permiso, fuimos a la zarzuela. Vimos La rosa del azafrán, pero cuando le preguntaron dijo que habíamos visto La flor de la canela. Menudas risas. Él era así. Para mí, Lagune. Y no uno cualquiera: él dio de comer a Olano y a Indurain cuando Abraham ganó el Mundial de fondo y Miguel el de contrarreloj en Colombia en 1995”. De algún modo, él también era mundial.

A rueda, Julián Gorospe recuerda tanto al profesional incansable como al compañero de sobremesas largas: “Juantxu se nos ha ido pronto. Fue una persona de trabajar y trabajar. La vida del cocinero es así. Era mucho para nosotros. Nos ponía lo que nos gustaba, no lo que dictaba ningún manual. En el Mundial de Japón lo pasó mal: no entendía que el pescado se comiera crudo, ni era fácil comunicarse, pero, con su forma de ser, acabó uniendo todo y consiguiendo que comiéramos como en casa. Solíamos ir a cazar juntos. Ha significado mucho para mí y para todos”.

Desde el coche de apoyo, Zigor Iturrieta, cocinero y presentador de ETB, aporta la mirada del alumno agradecido y del amigo: “Mis primeras prácticas las hice con él. Mi padre –se refiere al querido periodista de Euba, José Luis Iturrieta– era su amigo y yo de la cuadrilla de su hijo Andoni. Tenía carácter en la cocina, pero era muy simpático. En fiestas de Zornotza era tradición ir a comer allí, y él nos decía que con su marmitako el cuerpo ya estaba preparado para cualquier parranda”, sonríe y entra en meta: “Con los años, cuando hablábamos de cocina, le chispeaban los ojos. Le pedía consejo, sobre todo para platos de caza, y nunca se guardaba nada: me compartía todos sus trucos. Incluso ya débil, seguía siendo el mismo, con ganas de cocina y de vida”.

Otras voces terminan de emplatar un retrato humano de este forofo del Athletic: el de un cocinero abertzale que alimentó cuerpos y memorias, que aliñó amistades y puso su oficio al servicio de los demás. Podría haber sido declarado de utilidad pública. Y es que cuentan que durante medio siglo hizo de cada plato un gesto de generosidad, de cada sobremesa una celebración y de cada encuentro una enseñanza. Confesaba que, si tuviera que cocinar un último plato, elegiría unas patatas en salsa verde con cabeza de merluza. “¡Eso es la gloria!”, se relamía poniendo la guinda a una trayectoria de genialidades a fuego lento.