El 3 de julio hubiera cumplido 108 años. La de la sonrisa intacta. La de La Arboleda. Asunción Saiz López, cosecha de 1917: un siglo de historia vasca, escudriñado por sus ojos vivaces y corazón de una mujer excepcional. Fallecida en fechas recientes, su familia se deshace en palabras para ella, a cambio —sin duda— de la entrega aportada por esta nacionalista.

Asun vivió en La Arboleda, Bilbao y Barakaldo. Fue la mayor de siete hermanos: cinco mujeres y dos varones. Su padre era el guarda jurado de la mina de La Arboleda, Leandro Saiz. Y su madre, Constantina López. Residían en el número 15 de aquellas 30 casitas del barrio Burzaco. De niña, Saiz estuvo matriculada en el colegio de las monjas de la Caridad que, a día de hoy, sigue en activo sin religiosas. “Las chicas iban a ese colegio, a 20 minutos caminando, y los chicos, sin embargo, al que estaba a 20 metros de casa”, detalla su hija Marisa.

Siendo joven, junto a una hermana, fueron ambas a Bilbao a trabajar. Y estalló la Guerra Civil. Dos de sus hermanas fueron parte de la tripulación que el Gobierno Vasco envió en el histórico barco Habana a la URSS, enclave en el que hicieron su vida. “Mis padres no hablaban palabra alguna de la guerra, porque debieron pasarlo muy mal. Es más, tanto su padre como su madre murieron muy jovencitos”, agrega. Asunción conoció entonces a su futuro marido, de Barakaldo, Fermín González Allende, nacido el 25 de septiembre de 1916. En la familia evocan que un hermano de este último, llamado Fernando, fue gudari, teniente del batallón Gordexola, del PNV. Fue condenado a muerte y conservó la vida gracias al ministro franquista Iturmendi Bañales, que también era de la localidad fabril. “Las madres de ambos –precisan- eran primas”. El hijo de aquel combatiente, Josu González, perteneció al Bizkai Buru Batzar jeltzale en 1977.

Asun y Fermín eran de corazón muy nacionalista, querían a su tierra con locura. Hay fotos de ella izando una ikurriña con cien años y no se perdían un Alderdi Eguna. Era muy seguidora de Arzallus y del lehendakari Ibarretxe. Andoni Ortuzar siempre le ha tratado con mucho cariño. Aun siendo centenaria, no le importaba salir pronto de casa para ir a mítines y volver a las tantas de la noche. De hecho, ella decía que había dos cosas muy importantes para ella: el batzoki de Barakaldo, que está en Los Fueros ibilbidea, y que era su segunda casa; y la imagen de la Virgen María Auxiliadora”, de la que era fervorosa devota.

Asunción Saiz Etxeandi falleció a los 108 años.

El matrimonio dio tres hijos a Euskadi: Marisa, Jon y Rosa. Todos ellos estiman que su madre era “lo más gracioso, lo más simpático, lo más amable. La mujer más elegante, siempre preparada”. Y muy generosa: “Nuestra madre siempre tuvo las manos abiertas para todo el mundo. En aquellos días, la comida que había era para quien la necesitara. Ella daba a otras personas también”, enfatiza Marisa, y sigue vistiendo a Asun con inmejorables palabras: “Luego, era muy simpática, muy agradable, muy finita, blandona, educadita. Yo siempre le decía: Mira, tú del monte y yo de aquí abajo y tú más fina que yo. Yo, más bruta. Y se reía siempre. Una sonrisa ha tenido siempre, siempre. Y una sonrisa preciosa, al tiempo que picarona. Y así se ha muerto, con ella”.

Su memoria ha sido prodigiosa. “Lo cogía todo, lo entendía todo, aunque fuera indirecta. Sin acabar de hacerle una pregunta, ya estaba respondiendo. ¡Una agilidad! Y amable como ella sola”, se deshace Marisa ante quien le gustaban las zarzuelas y que no dejaba pasar una misa diaria a las once ante la televisión, “en la Cadena 13, la de los obispos”, decía, y las películas del oeste americano, y había algo por encima de todo ello: el Teleberri. “Daba igual qué estuviéramos viendo o haciendo, que la hora del Teleberri era sagrada. Había que quitar lo que fuera y ella verlo. Estaba al día de lo que pasaba”, sonríe su hija, y a renglón seguido cuenta que desde que le regalaron un cancionero, le gustaba darle uso y poner en baile a sus cuerdas vocales. “Yo creo que hay alguna canción que igual hasta se inventó ella, como una que repetía a menudo y decía: De La Arboleda para arriba no tengo nada ni quiero. El que a mí me dé la mano tiene que ser un forastero. Para arriba de La Arboleda, nada. Abajo, lo que quisiera”.

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La salud le respetó durante su siglo pasado de vida. Con 96 años, padeció una rotura de cadera, pero a las tres semanas “ya estaba corriendo como una loca. Ni rehabilitación ni nada”. Como espina le quedó que el lehendakari Urkullu no fuera a una de las nutridas comidas de cumpleaños que solía celebrar. “A Urkullu le trataba como si fuera uno más de la familia”, se ríe Marisa y va más allá: “Conocerlo le pilló ya muy mayor y ella pensaba que era fácil que él pudiera acudir a la comida. El lehendakari le argumentó educadamente que ese día estaba de un viaje de trabajo en Alemania. Por otra parte, a quien le decía que como era de La Arboleda igual conoció a Pasionaria, ella decía que no, que ella había estudiado en un colegio de monjas”.

De Asun quedan hoy en este periódico que leía a diario su ejemplo, amor por su tierra y su memoria. Su vida —longeva, intensa, comprometida con los suyos— es asimismo un retrato entrañable de un siglo de historia vasca, vivido desde los ojos y el corazón de una mujer excepcional.