Dos hermanas diagnosticadas de trastornos de la conducta alimentaria: “Es duro, pero se sale”
Iradi escupía la saliva porque pensaba que tenía calorías e Irune hacía deporte tres horas diarias. Diagnosticadas hace tres años, estas hermanas bilbainas afirman que “se ve la luz al final del túnel
"Empecé comiendo solo líquido, puré o sopa, y terminé escupiendo la saliva porque pensaba que tenía calorías. Un poco loco, pero sí”. Iradi echa la vista atrás y es la primera sorprendida. “En la cuarentena tenía unos aqueles muy raros. Cogía dos mandarinas para desayunar, las escondía en el cajón y luego las volvía a colocar. Ya me dirás qué tienen dos mandarinas”, se pregunta con sorna y recuerda que también empezó “a dar vueltas a la mesa porque había que hacer 10.000 pasos”. Su hermana Irune y su madre, Eider Gorostidi, no pueden contener la risa. Es la mejor señal de que su historial de anorexia, bulimia, depresión, ansiedad, autolesiones e ideaciones suicidas ha tocado a su fin. Ahí es nada. “Me propuse ponerme en forma, pero se me fue un poco de las manos”, admite con ironía y vuelven las sonrisas. Un bálsamo como otro cualquiera para procesar tanto dolor. “Ha sido duro, pero se sale y se ve la luz al final del túnel”, afirma Iradi, aunque hubo un tiempo en el que “todo era negro” y fue su madre quien le iba iluminando el camino.
Además de complicidad a raudales, durante la charla con estas hermanas bilbainas y su madre también brotan las lágrimas cuando Irune relata cómo Iradi le abrió los ojos cuando fue a visitarla al hospital, donde estuvo ingresada. “Yo pensaba que todo el mundo controlaba qué comía y cuánto ejercicio tenía que hacer para quemarlo. Me di cuenta de que no cuando hablé con Iradi. Me dijo: Nosotras estamos patinando en un lago y yo me he hundido, pero tú todavía puedes seguir patinando. Pide ayuda porque no quiero que te hundas como yo”, cuenta con la voz entrecortada, los sentimientos a flor de piel. “Me dio un ultimátum: O hablas tú con ama o hablo yo. Se lo contó ella antes la muy... Por eso estoy aquí”, agradece y las tres se emocionan. “De nada”, remata con salero Iradi.
Nuria Montejo, psicóloga y psicoterapeuta: “Muchas pacientes con trastornos de la conducta alimentaria tienen un trauma”
A una semana de que se celebre el Día internacional de la lucha contra los Trastornos de la Conducta Alimentaria, esta familia comparte sus vivencias para animar a las personas afectadas a buscar ayuda –“lo que estás haciendo es peligroso y sola no se puede”, advierten– y concienciar a la sociedad. “No es una cuestión estética. Ellas llevan una mochila, son superperfeccionistas, han sufrido bullying, abandonos... Eso lo arrastras y, cuando no sabes cómo gestionarlo, intentas controlar lo que puedes, como la alimentación, pero es esa mochila de traumas y experiencias complicadas lo que hay que curar”, explica su madre.
Iradi, 19 años
“El ingreso en el hospital fue traumático”
Con 13 años un pediatra le dijo que estaba “muy por encima” de su peso y, aunque ahora Iradi bromea alegando que es “de huesos anchos”, aquello se le quedó grabado. Luego llegó el confinamiento por el covid, practicó ejercicio a diario y, a su regreso al instituto, más comentarios: “Ay, qué guapa, cómo has adelgazado”. Eso hizo que el bicho que vivía en ella, dice su madre, “se pusiera contento”. Con 15 años empezó a “hacer deporte como si no hubiera un mañana” y fue restringiendo su ingesta hasta comer solo “algo de fruta y una cucharada de verdura”. Cuando la psiquiatra le prohibió el ejercicio, la báscula y los espejos, selló su boca. “Le ponía el plato en la mesa y lloraba. No comía absolutamente nada. Se me estaba muriendo”, se duele su madre.
A Iradi le salió vello por todo el cuerpo, sabañones en las manos, se le notaban todos los huesos de la columna vertebral y estaba todo el día con frío, hecha una bola. Ella, que era brillante en los estudios, no podía ni leer. Eider recurrió a la asociación vizcaina Acabe y, con la ayuda de sus especialistas, su hija comenzó a ingerir “algún cachito de fresa” tras un mes de ayuno. Pero seguía perdiendo peso y, con 16 años recién cumplidos, la ingresaron en el hospital. “Fue traumático, pésimo. Era fin de semana, estaba todo el mundo con visitas y yo sola, porque hasta que no dejara de adelgazar no tenía derecho. Tenía que comerme hasta la última miga del pan, estar quieta, llevar el pelo en una coleta, no me dejaban lavármelo, los dientes solo al final del día para que se me quedara el sabor de la boca, no podía elegir la ropa... Me dieron papel y boli y solo me dejaban escribir, no dibujar. Me acuerdo que puse: No pasa nada porque no tengo nada y solo voy a estar una semana. Estuve un mes y medio”, relata Iradi, para quien la hospitalización solo sirve “para no morirte de hambre”.
Durante su ingreso replicó conductas de otras pacientes con trastornos alimentarios. “El día que tocaba fritos, todas lloraban y yo pensaba: Si todas lloran, será malo comérselo. Cuando había cumpleaños y traían tarta, como nadie quería, yo no la comía”, confiesa. “Iradi ingresó porque dejó de comer y salió con cinco lorazepams al día, con ataques de ansiedad y con bulimia, porque aprendió a vomitar en el hospital. Empezó a autolesionarse y a tener pensamientos suicidas”, explica su madre, que la abrazaba a escondidas en el baño porque el contacto con la familia estaba restringido. “Me dijeron que tenía que aprender todo lo que le quita la enfermedad, pero a base de tortas no es la mejor opción y no sé hasta qué punto eso ha cambiado”, comenta Eider.
Cuando le dieron el alta, Iradi solo tenía claro que no quería volver, pero pasó “unos meses horribles” y empezó a vomitar la comida. “Yo le preguntaba: Maitia, ¿cómo te puedo ayudar? y ella, que cuando estaba enferma dejaba de ser Iradi, decía: Si quieres ven conmigo al baño y, mientras vomito, me sujetas el pelo”, recrea Eider. “¿Eso te he dicho? ¡Qué fuerte!”, se asombra Iradi. Un día, al despertarse, “disoció, no sabía quién era, ni dónde estaba”, y la llevaron al Hospital de Galdakao. “Me dijo de todo, no se acuerda”, señala Eider. “Retiro lo dicho”, replica Iradi, que les arranca otra vez una sonrisa. Derivada a la unidad de trastornos alimentarios, tras más de tres años de tratamiento, terapia y trabajo personal, estudia Educación Social y es ella la que emite luz. “Ahora estoy bien, gracias”, afirma.
Irune, 23 años
“Prefiero seguir a gente con tripa y no torturarme”
“Si mi madre no se hubiese podido permitir pagarnos el psicólogo, tendría dos hijas menos”, sentencia con rotundidad Irune, que la última vez que cambió de colegio –“siempre he sido la nueva”, dice– se hizo “una lista: para septiembre tengo que tener el pelo largo, los dientes mejor y estar más delgada”. Cuando entró en la uni, solo le faltaba el último propósito. “En segundo de carrera hacía tres horas de deporte al día y los fines de semana me iba al monte”, relata esta joven, que apuntaba lo que comía en el móvil para no pasarse de 1.100 calorías. “Con el programa del gimnasio, que me ponía cuánto quemaba en cada máquina, intentaba quitarme la mitad”, explica. En cuarto sufrió una depresión y dejó de practicar ejercicio. “Solo comía y me diagnosticaron bulimia no purgativa”, detalla.
Eider Gorostidi, madre de dos jóvenes con TCA: “Tu hija se deja morir y no puedes hacer nada”
Por culpa de los trastornos alimentarios, Irune dejó de “hacer muchos planes: merendar, ir a tomar algo, ir a la playa, a la piscina, de compras... Tenía que entrar en una talla 36 o más pequeña y si no pasaba, me daba un ataque de ansiedad”, recuerda. Hace poco se tuvo que comprar unos pantalones de la 40 y, aunque ahora hace vida normal, volvió el runrún. “Da igual que pase el tiempo, la vocecita sigue ahí: ¿Y si empiezas a hacer ejercicio y dejas de comer tanto? O si he comido algo dulce: No tenías que habértelo comido. Luego tengo el pensamiento de: No pasa nada porque me apetecía, pero llegar a ese pensamiento cuesta trabajo”, reconoce esta veinteañera, a la que enseguida le dieron el alta en la unidad de psiquiatría de trastornos alimentarios porque “nunca me quedé en los huesos”.
Irune, que estudia un máster de Orientación Educativa, trabaja ofreciendo formación y cubre una baja como monitora de comedor, va a nadar y hace pilates, pero solo porque le gusta. Y en las redes sociales no le da like a cualquiera. “Antes no veía un cuerpo como el mío en ninguna parte y era: Tu cuer po está mal, cámbialo. Ahora prefiero seguir a gente con tripa como yo y no torturarme”.