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Las costumbres funerarias en la tradición vasca

Garmendia expone con estilo directo testimonios y extractos de archivos y otras fuentes que forman un interesante documento sobre lo que sucedía en torno a la muerte en Euskadi y Navarra

Las costumbres funerarias en la tradición vasca

En el barrio Katia de Amorebieta-Etxano, mediado el siglo XX, al acaecer una muerte, se comunicaba en primer lugar al vecino más próximo, que es el que indistintamente de que sea hombre o mujer, participaba la triste nueva a un sacerdote. Después, un campaneo sin alteración de ritmo anunciaba el fallecimiento de un niño. Dos campanas seguidas, un calderón y otras dos campanadas seguidas, y así sucesivamente, “pregonaban la muerte de una mujer que, en el caso de doblar por un varón adulto, eran tres toques a los que seguía un calderón. Para proseguir de igual forma. A continuación, una de las campanas del templo parroquia repetía el campaneo de la manera descrita”.

En Amorebieta-Etxano, que puede servir como pauta para el resto del territorio, al fallecido lo amortajaba uno de casa o alguno de los vecinos más próximos. La noche en vela, con el cadáver lo pasaban “los más allegados, los del barrio y las amistades que se ofrecen a ello, quienes rezaban uno o más rosarios. Era costumbre que la familia les correspondiera con galletas y vino”

La conducción

Los encargados de llevar el ataúd se procuraba “que fueran de las casas más próximas y no familiares del difunto”. Estos respondían a la condición del muerto: “Niños eran los que llevaban el cadáver de un párvulo, solteros si era así era finado y casado si la conducción era de un casado o viudo”. Cuatro solían ser los porteadores si el recorrido a cubrir era corto. Y seis si el domicilio del muerto se encontraba apartado de la iglesia. Durante la conducción por los caminos y estradas, una mujer adelantada llevaba en la cabeza, o en el brazo, una cesta con dos o cuatro velas y un lienzo blanco. Después, monaguillo con la cruz, el sacerdote, los que llevaban al hombre a hombros el cadáver, familiares, los del barrio y el restante acompañamiento masculino, según recoge Juan Garmendia Larrañaga. A esto seguían las mujeres del barrio y otras que se sumaban al duelo. En las bifurcaciones y cruces, el sacerdote rezaba a un Padre Nuestro con el ataúd encima de una mesa dispuesta previamente con este fin. 

Una vez en la iglesia el féretro quedaba el pórtico. La mentada mujer que iba por delante, siempre de la vecindad más próxima del difunto, “se ponía en primer lugar delante del altar. Encendía las dos o cuatro velas colocadas en sus candelabros respectivos y sobre el lienzo blanco extendido sobre la sepultura de la Iglesia, o en una cesta que se dejaban en suelo, se depositaba al comienzo del oficio religioso el dinero de la ofrenda. En cada padre nuestro que rezaba al sacerdote, separaba el dinero y después del último padre nuestro, levantaba todo lo recogido y lo entregaba al cura”. Concluida la misa, se devolvía el lienzo y las velas a la familia del finado. Enumera Juan Garmendia Larrañaga que los oficios religiosos del entierro podían ser de una misa con dos velas, tres misas seguidas y cuatro velas, y con cuatro velas y tres misas de entierro. O misas cantadas. Terminada la misa, el monaguillo, el cura, los familiares, vecinos y amistades, proseguían la conducción del cadáver al cementerio, “donde el cura reza otro Padre Nuestro y el enterrador cumple su cometido”

Tras el funeral

Después, la familia del difunto ofrecía a los parientes y a los vecinos más próximos, así como a quienes llevaron el cadáver al hombro, una comida en la taberna señalada para ello. Es la comida que sigue la misa del entierro. Pasado el funeral, se celebraba un novenario con una misa diaria en sufragio del alma del fallecido. Si la familia de este viviese en las proximidades de la Iglesia, en caso contrario, se habitase en una casa portada. “En un día se celebran cuatro misas y cinco en otro, durante tres días, otras tantas misas cada día. En cada uno de los tres domingos que siguen el entierro, aparte de las misas del novenario, se saca otra. Estas misas se denominaban olatak. A continuación de la misa del entierro o de cualquiera de las llamadas olata, se entregaba el estipendio para las misas en sufragio del difunto. Durante el año, los dos años que siguen al fallecimiento, en la misa mayor de los domingos y en fiestas de guardar, se encendía en su hachero un hachón por cada difunto, y, sobre el piso de la iglesia se extendía un lienzo blanco sobre el cual se echaba el dinero del responso”. Juan Garmendia Larrañaga cuenta, además, como era habitual la contratación de plañideras hasta que las autoridades eclesiásticas se opusieron porque dificultaban los oficios religiosos. Se da el caso de que la plañidera de Gernika vivía en una casa que se conocía como Casa de la Llorona. Recoge también como en Zigoitia (Araba) “en el transcurso del siglo XVIII en las primeras honras por un difunto se llevaba a la puerta de la iglesia un buey que se rescataba por ocho ducados. Y así se pagó en los funerales de arriba, menos en el último, que por una orden que vino del Consejo para la moderación en los funerales, prohibieron llevar al buey y cargaron por su rescate con nueve ducados. Además, apunta que en ciertas zonas se acostumbraba a echar un puñado de tierra sobre el ataúd de un difunto durante su enterramiento como solución para el insomnio.