Ignacia Miranda, gajes de los 110 años que cumple el 31 de julio, ha visto marchar a sus padres, su marido, sus hermanos y a dos de sus cinco hijos, pero no tiene prisa por reunirse con ellos donde quiera que estén. “Yo no me aburro de vivir, sigo adelante”, dice sonriente. “Porque se encuentra bien”, apunta Iban Cossío, su nieto. “Por lo que sea”, zanja ella.
Aunque a ciertas edades la cantinela Para lo que me queda es un gran hit, Ignacia no pierde el tiempo con lamentaciones. Lo emplea en jugar a las cartas, ver la tele o conversar. A pensar en la muerte no le dedica ni un minuto. “Cuando venga, aquí la espero”, afirma con naturalidad. “Ya te llegará tu hora, aunque creo que han perdido la nota por ahí”, bromea Iban. Eso debe ser, porque esta burgalesa afincada en Bilbao ha superado con creces el siglo de vida y sigue en pie con sus pantalones azules, su blusa estampada y un colorido pañuelo al cuello. De hecho, hoy celebrará su 110 cumpleaños con su familia en la residencia Vitalia Santutxu donde reside y donde le propusieron pasar por peluquería para “ponerla guapa”. “Si ya estoy”, contestó ella, que sabe que la belleza emana del interior.
Como muchas mujeres de su época, Ignacia no ha hecho otra cosa que trabajar y “tirar de todos” y ahora es su biznieta Maialen Cossío quien empuja la silla de ruedas de la que se levanta, asida a su brazo y al de Iban, para caminar unos metros por el jardín. “Hasta hace poco iba sola con el andador”, atestigua una trabajadora de la residencia.
Paso a paso, día a día, Ignacia ha alcanzado una edad que no estaba ni en la mejor de sus previsiones. “Como estoy muy trabajada, creí que no iba a llegar, pero he llegado, sí”, dice sorprendida con su resistente naturaleza, nada que envidiar al titanio. “Sufrida y sacrificada”, cuenta Iban que su abuela “siempre ha tenido el umbral del dolor un poquitín elevado y no ha sido de quejarse”. Motivos no le han faltado. “Ratos malos ha habido muchos. Cuando murieron mis padres lo tuve que pasar yo con ellos”, recuerda.
Puestos a ojear su pasado, relata que nació el 31 de julio de 1914 en la localidad burgalesa de Cereceda, que sus abuelos eran pastores y sus padres se dedicaban a la labranza. De niña les “ayudaba en casa, a limpiar, hacer la comida, cuidar de los hermanos...”. Era la mediana de cinco y apenas fue a la escuela hasta los 9 años, edad a la que le enviaron a casa de unos familiares de Zamora, que tenían terreno y ganado, para que se hiciera cargo de sus hijos pequeños. Niños cuidando a niños. Eran otros tiempos. Luego regresó a su pueblo y, apenas entrada en la adolescencia, se trasladó a Bilbao para servir en la casa de un dentista en la calle Iturribide. De vuelta a Cereceda, conoció al que fuera su marido, Miguel, en unas fiestas. “En todos los pueblos había un día de fiesta y allí nos juntábamos todos”, dice. La curiosidad impera: “¿Le echó el ojo usted a él o él a usted?”. “Él a mí”, aclara Ignacia, a la que le gustaba Miguel y también bailar. “Bailábamos pasodobles, de todo... Un poco, mal, pero bailábamos”, confiesa con una sonrisilla. No en vano aquellos momentos de respiro se erigen en sus recuerdos más dulces. “Lo más bonito era cuando nos juntábamos en el pueblo toda la familia en las fiestas de San Martín el 11 de noviembre”, clava la fecha.
Entre los malos recuerdos, no destaca especialmente el de la guerra. “Casi no nos enterábamos”, asegura. “Era un pueblo pequeñito y estaba un poco apartado”, aclara Iban, a quien sí le ha contado muchas veces “lo de las cartillas de racionamiento, que cada familia solo podía coger una cantidad de comida”. “Estaba bien organizado”, remata ella.
Tras casarse, Ignacia tuvo cinco hijos, de los que viven tres. Siendo todos aún menores de edad, a los 49 años, enviudó y poco después se mudó a Bilbao para seguir “tirando del carro”. Estuvo viviendo en Altamira y hará cosa de seis años, calcula Iban, se trasladó a la residencia, donde a las cartas puede, pero a edad no le gana nadie. “Soy la más mayor y me arreglo con todas bien. Es mejor achantarse uno que no subirse”, aconseja para mantener relaciones cordiales sin enfados.
La fórmula de la eterna juventud
Llegados a este punto, hay que conseguir como sea el secreto de su casi eterna juventud. “De salud estoy bien, natural, no me duele nada. No tomo ninguna pastilla”, asegura. Ni para dormir. ¿Envidiarán su buen estado sus compañeras? “Ellas tampoco están mal”, señala. “Sí, pero tienen veinte años menos. En una sala igual hay una de 92, pero la mayoría son de ahí para abajo. La abuela es un caso excepcional”, subraya Iban.
Genética, hábitos saludables, buen humor... Avances científicos aparte, se trata de desgranar la fórmula. “¿El secreto? Seguir y seguir y trabajar mucho. El trabajo me ha dominado siempre”, recalca. “Era una mujer que no podía parar. Cuando los hijos estaban comiendo, ella comía enseguida y ya empezaba a recoger o a planchar o les hacía la ropa con trozos de tela que tenía”, cuenta Iban. Con ese trajín, las sentadillas sobran. “No me hace falta gimnasia, ya la tengo anticipada”, resuelve ella.
Toca indagar en el menú. “Yo como de todo”, asevera. “Creo que una de las claves está en que ha comido y respirado mucho mejor que nosotros. En el pueblo comía de los animales que mataban y de la huerta. El pan lo hacían ellos con el trigo que sembraban en un horno que había en el pueblo y respiraba sano”, plantea como explicación su nieto.
De haber nacido ahora, Ignacia no tendría preferencia por ninguna profesión. “Trabajaría de cualquier cosa. El caso es que no me mortifiquen y nada más”, puntualiza sabiamente. Como ya ha cumplido más que de sobra el expediente, le queda disfrutar de su tiempo de ocio. “Me gusta ver todo en la tele. Pongan lo que pongan yo lo paso bien”, afirma.
Sobre el tapete no ha perdido cualidades. ·“Juego a la brisca, a los seises, al julepe, al tute...”, detalla Ignacia, que gana muchas partidas. “Además, cuenta los tantos tranquilamente”, da fe Iban, que dice que su abuela “también ojea las revistas del corazón que le traen las tías”.
Del deporte, en cambio, pasa olímpicamente, nunca mejor dicho, aunque ve los telediarios. “Unas cosas me parecen bien y otras cosas mal”, comenta. Si tuviese que cambiar algo del mundo, coincide con su nieto en que eliminarían los conflictos bélicos. “Las guerras es lo último ya, matar gente...”, lamenta Ignacia, que también ha batallado mucho, pero con sus manos. “He hecho mucho punto. He hilado. Cogía la lana, la lavaba y con la rueca sacaba el ovillo. He hecho de todo”, cuenta. “Hasta hace unos cuantos años enhebraba la aguja y cosía”, añade Iban. “En el pueblo hacía vestidos a mis hijas. Tenía una amigas que eran un poco modistas y me cortaban la tela. Me he tenido que aclimatar a muchas cosas”, deja constancia. “La necesidad, ¿verdad?”, concluye Iban. “Hombre, qué remedio”. Para terminar, la pregunta del millón. “Ignacia, ¿ha sido feliz?”. “Sí, he sido feliz. Sigo adelante y que venga lo que tenga que venir”.