Ya no se esconde. “Estoy aquí para dar a conocer esta adicción que tanto daño me ha hecho durante la mitad de mi vida, si se le puede llamar vida”. Esa adicción se llama alcoholismo y, aunque casi le entierra en vida, el bilbaino Adolfo Rozas lleva ahora 17 años sin acercarse a una copa. “Es un verdadero infierno, un calvario. Primero para la persona que lo padece en sus carnes, porque no nos importa nada más; yo vivía por y para consumir alcohol. Y para su entorno, que destrozamos”. Jon Antón no compra ni participaciones de Navidad. “En quince años calculo que me he podido fundir un millón de euros. Y quizá me quede corto...”. Ambos han logrado salir de ese infierno que destroza por igual a los afectados que a sus familias, y se han echado a la calle este miércoles, 15 de noviembre, con motivo del Día Mundial Sin Alcohol y Otras Adicciones para alertar de sus peligros desde los grupos de ayuda mutua que ahora, quién se lo iba a decir, presiden. “Quien no pueda estar uno o dos días sin beber, que se lo piense”, advierte Rozas.
Paradójicamente, el primer trago que dio Adolfo no le sentó nada bien. “Celebramos en casa la comunión de un hermano; yo tendría unos 14 años, la curiosidad propia de esa edad y vi cómo los invitados, según bebía, se iban poniendo más y más contentos. Cuando se marcharon me bebí los culines que quedaban: vino, cognac... Terminé vomitando; creí que me moría”, recuerda. Fue la última vez. “Con los siguientes traguitos noté un subidón tremendo. Madre mía, ¡qué felicidad! Me sentía el rey del mambo". Empezó, como es habitual en la sociedad, con unos tragos antes de comer con su cuadrilla los fines de semana; luego también entre semana, “unos vinitos” él solo que no podían faltarle... Y así, casi sin darse cuenta, fue cayendo poco a poco en ese abrazo que te va estrangulando.
"He llorado maldiciéndome frente al espejo"
Llegaron las mentiras en casa; “he estado metiendo horas”, le decía a su mujer para justificar esas dos o tres horas que pasaba de barra en barra, y el cúmulo de trabajo para explicar sus momentos de bajón. Aunque nunca faltó a su puesto –“como sí les ha ocurrido a otros compañeros, que les llegó a costar el despido”–, y siempre lo hacía sobrio, empezó a notar que su cabeza, debilitada y llena de lagunas mentales, no era capaz de enfrentarse al más mínimo problema y tenía que pedir ayuda a sus compañeros para solucionarlo. “El alcohol nos trata como a títeres: hace y deshace de nosotros lo que le viene en gana. Si no tomas medidas cuanto antes, caes preso; por sí solo nunca va a ir a mejor. Cuando uno está en activo pierdes hasta la dignidad”, sentencia. “Yo he llorado frente al espejo maldiciéndome y jurando y perjurando que no iba a consumir más alcohol. Aun sabiendo el daño que te está haciendo, puede contigo”.
Fue su familia la que se plantó y le dijo basta. Un año, para cuando llegó la Navidad, de la cesta de aguinaldo que le habían entregado en su empresa habían volado todas las botellas. “Hasta que no terminé con todos los vinos y licores no paré”, rememora. Su mujer tomó cartas en el asunto y se encaró con él directamente. “Hay que tomar medidas, aita”, le dijo. Un día le había encontrado en un bar “con un vaso de vino con gaseosa que parecía un porrón”; se lo arrancó de las manos, salió a la calle y lo estampó contra el suelo. “Qué vergüenza... A la gente que me conocía les dije que estaba tomando una medicación y que se había enfadado al verme beber”, recuerda la excusa. “Porque somos unos mentirosos de campeonato; no hay medallas para colgarnos. Cualquier excusa era válida para negar lo evidente, con tal de consumir alcohol”.
Ahora es consciente de la “vergüenza” que hacía pasar a su familia –“salíamos por ahí y yo era un espectáculo”– aunque lo que pasaba de puertas para dentro era peor. “En cuanto entraba por la puerta me transformaba; me sentía culpable de no estar bien y esa rabia contenida la pagaba con ellos”.
"Dejarlo es duro; el que diga que no, miente"
Hace 17 años que Adolfo dejó atrás esa vida. “Hoy puedo decir que soy el hombre más feliz del mundo: disfruto de la vida, de mi familia, de los amigos...”, se emociona. No le gusta echar la vista atrás, pero es consciente de que ese pasado no le va a abandonar nunca “y nos sirve como freno también”. Se siente afortunado de haber reaccionado a tiempo y de haber contado con el apoyo de sus seres queridos y compañeros de asociación, consciente de que muchas personas perdieron hasta su familia en esa travesía, “y ahora les ves tirados entre cartones, con la única compañía de un tetrabrick”.
Es más; se arrepiente profundamente de no haberlo hecho antes, “de no haber cogido esa mano que se me tendía y esos consejos que me daban”. No oculta, eso sí, que ha sido duro, “muy duro, y el que te diga lo contrario, miente”; el mundo se le cayó a los pies cuando acudió por primera vez a Alcohólicos Rehabilitados y le dijeron que no iba a poder beber ni una gota de alcohol en su vida. “¿Y qué voy a hacer yo?”, pensó. Intentó seguir saliendo con su cuadrilla, “con mis mostos y mis trinas”, pero enseguida vio que se estaba metiendo “en la boca del lobo” sin ninguna necesidad.
Por todo eso salió ayer a la calle. “Lo que pasé yo no se lo deseo a nadie; quiero contar lo que me ha generado a mí esta droga, que es la peor que hay, la más dañida, y que la gente se dé cuenta de que no es oro todo lo que reluce, por muy normalizado y bien visto que esté. No todo el mundo que consume alcohol es alcohólico, ni mucho menos, ni estamos en contra de la venta de alcohol; estamos en contra de que se abuse del mismo”.