Bilbao - “Estabas en casa y oías los frenazos: ñiiiii. Buah, se va a pegar una... Luego oías: clac, puj. Se la ha pegado”. Inés Álvarez tiene todo un repertorio de onomatopeyas con las que podría doblar el sonido de cualquier colisión. No en vano ha crecido en la calle Tellagorri, en una casa con vistas a la autopista que sobrevolaba el barrio de Basurto y por la que accedían a Bilbao 80.000 vehículos al día. Testigo de numerosos accidentes, recuerda como si fuera ayer el que se produjo hace ahora 40 años, cuando un camión cargado de disolvente se precipitó desde una altura de más de diez metros sobre un descampado provocando un incendio y la muerte del conductor y cinco niños que, según las crónicas de la época, pernoctaban en el interior de un vehículo aparcado en la zona. “Estaba desayunando. Se oyó el estruendo y fui a todo correr al balcón. Me quedé espantada al ver el fuego. Se ve que el camión entró muy rápido en la curva y cayó de la autopista. El calor de la explosión chamuscó mis plantas”, dice para dejar constancia de la dimensión de la catástrofe que se dejó sentir hasta en su séptimo piso. “Me tuve que meter dentro porque notaba que me quemaba. Fue impresionante”.

Inés apenas tenía 11 años, pero la tragedia se le quedó grabada. “Serían las 8.30 o algo así porque el cole abría a las 9.00”, detalla. Recuerda cuando bajó a la calle, “toda la gente mirando”, los niños del barrio... “Venga, vamos al cole. Te quedabas un poco... Lo comentamos al llegar”. Recuerda los vehículos estacionados en la zona. “Estaban aparcados debajo de la autopista, como en fila, con toda la pintura chamuscada. La gente que quería retirar el suyo no se atrevía ni a acercarse del calor que emanaba”. Recuerda que desde el primer momento imaginó que había víctimas. “Se solían instalar por temporadas furgonetas y camiones de gitanos para protegerse de la lluvia y el camión había caído justo allí. Ya veías que esas personas no se habían salvado. La hora que era... Estarían probablemente durmiendo. Ahí se quedaron”, comenta apenada. Y recuerda que “los días siguientes vinieron los periódicos y la tele” y que pensó que, después de ese drama, nadie acamparía a la sombra de aquel gigante de hormigón. Se equivocó. “Creí que tendrían más cuidado, pero al de un tiempo volvieron”.

Para Inés y su familia los sobresaltos eran el pan de cada día. “Era una curva muy cerrada y la gente entraba a toda pastilla. Ha habido accidentes horrorosos. Llegaba uno, se pegaba una torta y el siguiente que venía, como no lo veía porque quedaba en un ángulo muerto, se pegaba contra él. Los días de lluvia eso ya era sí o sí”, remarca. “Seguro que los servicios de emergencia decían: Vamos a instalar ahí un coche todo el día. Era terrible la curva esa”.

Las 8.00 de la mañana y de la tarde, dice, eran las horas punta y siempre se formaban atascos. “Venían los coches y ñiaaan, puj, contra el pobre que estaba esperando en la caravana”, recrea. Casi por el sonido adivinaba a qué altura se había producido el choque y hacia dónde había salido “rebotado” el vehículo. “Reforzaron la curva con vallas, con quitamiedos, con otras vallas en las que ponía la dirección... Había mogollón de señales, de 80, de 60..., pero en muy poco espacio de repente tenías la curva y no había manera”. Años más tarde de aquel accidente con mayúsculas, se produjo otro que la impresionó. “Un camión derrapó, se tumbó y la cabina se quedó en el aire con tan mala suerte que se abrió la puerta y el camionero, que no tendría el cinto puesto, se cayó abajo. También se murió el pobre”.

El edificio de Inés era conocido en el barrio porque una de sus vecinas tocaba la autopista con una escoba desde la ventana y había salido en algún que otro medio de comunicación. Irene Serrano, una mujer mayor que vive en el mismo inmueble, no tenía la carretera tan a mano, pero confiesa que le daba “miedo” que pasara tan cerca. “Si es que podían entrar los coches en el cuarto piso o en el tercero... Estaba pegando”, asegura. De hecho, el día en que el camión cisterna provocó aquel desastre oyó perfectamente la explosión. “Pensé qué se yo, que habían tirado tiros, una bomba, de todo. Desde mi terraza podía haberlo visto todo, pero ni siquiera me asomé. No quise mirar. Me dio miedo. Me quedé quieta. No reaccioné”, reconoce. Más tarde se enteró en la calle de que “había habido un accidente” y “se había destrozado todo”.

“Aquello fue espantoso” A María Antonia Montiel, que vive en la misma calle Tellagorri, pero unos portales más allá, el fatídico siniestro la sorprendió en la parroquia, desde donde solían prestar ayuda a las familias de etnia gitana que se asentaban temporalmente bajo la autopista o en las chabolas de los alrededores. Entonces tenía 45 años. “No sé si estábamos en misa o en catequesis, porque entonces se hacía en los bancos de la Iglesia, pero oímos un ruido muy fuerte y salimos corriendo un par de señores, el cura y yo. Aquello fue espantoso porque los gitanos son muy familiares y tantos niños a la vez... Estaban los padres, los abuelos...”, rememora. Varios de los menores eran hermanos. Pese al tiempo transcurrido, una de las familias dice que es “tan doloroso” que prefiere no hablar. “Fue horrible. Todo el barrio se volcó. Se fue al hospital a ver a los heridos, se les dio ropa... Después del accidente también seguimos atendiéndoles porque ahora les ponen psicólogo y esas cosas, pero entonces no”, señala María Antonia.

Las vecinas de los portales más cercanos al scalextric solían avisar a los voluntarios de la parroquia cuando llegaban nuevas familias buscando cobijo. “Nos llamaban: Que ya están otra vez y hay niños. Entonces, íbamos a ver si les hacía falta algo”, relata María Antonia, quien reconoce que cogió “mucho miedo” a la autopista. “Hemos estado toda la vida con las denuncias, hemos ido al ayuntamiento con pancartas, porque caía mucho agua, se estaba deteriorando, caían piedras... Miedo había porque eso estaba muy mal y hemos llegado a tener 80.000 vehículos por día. Era espantoso”, afirma, aunque ahora, dice, “está precioso”.

También José Ramón Losada destaca “lo bonita que ha quedado la avenida tras desmontar la autopista. Los mismos pisos si antes valían cinco, ahora valen veinte”. Residente en Masustegi, estaba recién casado y trabajando cuando se enteró por la radio del trágico accidente. “Bajé, pero estaba todo acordonado por la Policía Nacional. Era una cosa muy desagradable. La gente quedó bastante dañada, conmocionada, porque murieron varios niños. Y luego el pedazo de incendio que hubo aquí, que fue de tres pares de narices. El camión venía cargado de algún producto químico y pegó un petardazo terrible”, relata.

“La muerte de los niños duele más” “Fue uno de los accidentes más graves en ese tramo. Afortunadamente un siniestro de esa magnitud no ha vuelto a ocurrir”. Javier Muñoz, quien presidió durante años la Asociación de vecinos de Basurto, no presenció el siniestro del camión cisterna, pero recuerda que para el barrio “fue impactante, un hito difícil de olvidar”, sobre todo, porque “la muerte de los niños duele más”.

Aunque existía “el riesgo de que se cayera una camioneta”, Javier reconoce que, hasta aquel fatídico día, nadie pensaba en él. “El viaducto tenía siete carriles, unos índices de contaminación intolerables y un impacto acústico terrible. Eso era lo que más afectaba, porque aquel accidente fue algo excepcional”. En el día a día lo que hacía mella en los vecinos era “no poder abrir las ventanas, porque entraba suciedad, que cayeran cargas de algún camión que derrapaba, que eso sí ocurrió, o que caía agua a montones”. Tanta que, dice, “no podías atravesar de una acera a otra ni pasar por debajo del viaducto por las goteras. Había gente que ponía el coche debajo y lo lavaba”, cuenta. Por haber, en aquel “punto negro” hubo hasta “problemas con gente que iba a delinquir e incluso un secuestro exprés de una mujer”, apunta Javier, satisfecho porque “esos riesgos ahora ya no son posibles. Aquellos años quedaron atrás: los peligros, la contaminación, lo feo que era aquello”.