Susana Martín
Laudio -Nació en una casa del Casco Viejo bilbaíno en 1924. Su padre era de Laudio y su madre, de Amurrio, y entre estas dos localidades alavesas y la villa vizcaina de Plentzia -donde su progenitor trabajaba en un sanatorio- pasó Floro Urquijo su infancia. Fue en su adolescencia cuando descubrió en el dibujo y la pintura una afición que pronto derivó en habilidad, sobre todo a la hora de realizar retratos.
Y su destreza no pasó desapercibida a ojos de su padre. Tanto es así que contactó con unos familiares relacionados con el ambiente artístico bilbaino para que dieran a su hijo unas clases con nociones básicas de la técnica del óleo.
Fueron pocas lecciones pero suficientes para que el joven Floro mejorara y ampliara sus incipientes capacidades pictóricas y, a partir de ahí, continuó con su aprendizaje en artes plásticas. “Yo dibujaba desde siempre. Luego me enseñaron a manejar los colores, y después seguí solo. Se puede decir que he sido prácticamente un autodidacta”, asegura.
En el difícil ambiente de la posguerra llegó a frecuentar una tertulia de pintores que empezó reuniéndose las tardes de los sábados en el ya desaparecido Bar Pacho del Arenal bilbaino para pasar, en 1941, al Café Suizo, momento en el que sus integrantes, artistas aficionados, adoptaron el nombre de Grupo del Suizo. Allí Floro, aún menor de edad, coincidió con su primo Antonio Olaño, y con solo 18 años participó en una exposición que la entidad Unión Arte organizó en septiembre de 1943 en las escuelas de Berastegui.
Todo parecía indicar que el futuro de Floro Urquijo iba a estar directamente ligado a la pintura pero diferentes circunstancias de la vida llevaron al joven laudioarra a romper su contacto con el ambiente artístico bilbaíno. Primero, porque se fue a estudiar a Salamanca y, después, porque en 1945 fue llamado a hacer el servicio militar y pasó cuatro años en el cuartel de Garellano.
Años de abandono Finalmente, a finales de los años 50, Floro Urquijo retornó a Laudio para trabajar primero en Amurrio y más tarde en la empresa Aceros de Llodio, donde pasó por diferentes secciones y puestos: el laboratorio químico, laminación en frío, trefilado o la inspección de seguridad. Y en 1983, después de las inundaciones, se acogió a una de las primeras tandas de prejubilaciones.
En esa etapa de su vida su prioridad fue sacar adelante a su familia, hasta el punto de que había abandonado casi por completo su pasión por las artes plásticas, pero en la década de los 70 conoció y coincidió con otros pintores incipientes de su municipio y de la comarca como Román Iza, Antonio Aldama, Jesús Etxebarria, Javier Gutiérrez Compañón o Mikel Urrechu. Con ellos empezó a ir los domingos a pintar al campo y, al verles delante del caballete y con el pincel y la paleta de colores en mano, retomó su vieja afición recuperando de paso la vocación amateur y dominguera del Grupo del Suizo.
En esa etapa se inició en el paisajismo, un estilo inédito en su práctica de juventud “donde sólo dibujaba figuras y personas”, recuerda. Poco después se integró también en el grupo de pintura de la Casa de Cultura, y de aprendiz pasó, en los años 80, a enseñar y dar clases de pintura. Una veintena de personas, divididas en dos grupos, fueron los alumnos que recibieron de un amable y siempre paciente Floro Urquijo, vestido con su bata azul, sus conocimientos, difundidos con la misma pasión con la que ha disfrutado siempre de la pintura.
Al frente de ese taller ha estado hasta hace unos siete años, cuando lo tuvo que dejar por causas relacionadas con la edad y la salud. Pero su figura sigue siendo muy admirada y querida en Laudio hasta el punto de que, recientemente, el grupo cultural Cosecha 48 le ha rendido un sencillo pero merecido homenaje en el transcurso de un acto en el que Floro estuvo acompañado por su familia, amigos y ex alumnos.
Allí recordaron otras facetas del pintor, como el trofeo Villosa Carlos Larrea que le entregaron hace tres décadas por su labor de promoción del deporte del hockey en Laudio, o su pertenencia a la Cofradía del señor Sant Roque con la que colaboró en el diseño de la hogaza y la jarra de pan de la insignia que la hermandad de devotos del patrón de la localidad otorga a los miembros que alcanzan los 50 años de pertenencia a la entidad. De toda su obra pictórica, pocas obras ha realizado Floro por encargo ya que la mayoría de sus trabajos se encuentran “repartidos entre mis familiares y mis amigos”.