SE ganaron a pulso el jornal. Udane y Luken, de 6 años; Erik y Eneko, de 7, y Markel, de 9, esperan su turno para cobrar, junto con sus aitas, Amanda, Vero, Begoña, Noe y Tontxu. Al otro lado de la ventanilla, que en su día utilizaban los trabajadores de La Encartada, Carlos Fernández estaba preparado para entregarles el sueldo de acuerdo a los baremos vigentes en 1918. De mayor a menor rango, 6,50 pesetas para los maestros, tres en el caso de los oficiales, dos los operarios y 0,75 los aprendices. Esto si eran hombres, porque las mujeres, a pesar de representar “aproximadamente el 70%” de la plantilla de la fábrica de La Encartada, según les explicó el guía, cobraban bastante menos: 2,50, 1,85, 1, 25 y 0,50 pesetas por día respectivamente siguiendo la escala anterior. Una jornada laboral que podía superar las diez horas en la que producían más de 700 boinas.
Vestidos con ropa de época para integrarse en el entorno, estos turistas bilbainos participaron ayer en una de las actividades que el museo ha programado para conmemorar su décimo aniversario: un viaje a la vida en la fábrica a principios del siglo XX. “El vestuario ha sido un plus y la oportunidad de tocar la maquinaria, increíble. Nos hemos sentido partícipes de la experiencia y los niños han estado muy a gusto”, valoraron con la promesa de volver a un espacio que les sorprendió gratamente. Cuando se inscribieron por recomendación de unos amigos esperaban encontrarse con unas instalaciones “más familiares”, reconocieron.
Tras ponerse encima de su propia ropa las faldas, pañuelos y boinas ficharon por el acceso de los empleados. Entonces se abrió “una puerta en el tiempo” que les transportó directamente a 1918. “Estáis ante maquinaria original de 1892”, les recordó el guía. Fue ese año cuando empezó a funcionar la fábrica de boinas La Encartada en el barrio de El Peñueco a iniciativa de un indiano de Balmaseda, Marcos Arena Bermejillo. A lo largo de exactamente cien años mantuvo un sistema de producción integral desde la adquisición de la lana, el hilado y, por último, la confección de boinas, mantas, bufandas, paños o pasamontañas. De vez en cuando “se vendían madejas de los excedentes de lana”, apuntó Carlos Fernández. El engranaje se ha preservado “casi intacto desde su fundación y tanto la colonia obrera como la maquinaria generan un ambiente de gran capacidad evocadora, hacia los inicios de la revolución industrial”, detallan desde la Diputación -el museo pertenece a la entidad foral Bizkaikoa-.
Ayer, los visitantes se atrevieron en primer lugar a introducir hormas en cada boina para ajustar su circunferencia después de haber sido teñidas y pasar por los batanes, máquinas en las que se apretaba el tejido. La siguiente tarea le correspondió al encargado de mantenimiento. “Había de ser un hombre”, puntualizó el guía, ya que en los tiempos que recrearon a las mujeres, que entraban en la fábrica “sobre los doce años”, se les asignaban los puestos de menor responsabilidad. Además, la brecha de sueldo provocaba que “contratarlas resultara más económico”. Consistía en preparar la máquina destinada a cardar, “sacar el pelo de las boinas” con cardos que se llevaban a Balmaseda “desde Nafarroa”, y cuya vida útil duraba “unos tres meses”.
De ahí saltaron a una de las joyas del museo, “la selfactina, la máquina más grande de La Encartada, con sus más de 300 husos”. Su nombre procede del inglés “self active, es decir, “crea el hilo de forma automática”. Todos colaboraron en una tarea que en 1918 desempeñaban las mujeres: retirar los hilos y sustituirlos por husos más pequeños para que el proceso arrancara de nuevo. En la denominada continua se aplicaron para conseguir “hilos más gruesos a partir de otros finos”. Y de ahí a las máquinas de coser en las que se daba forma a las boinas. “Se cosía la malla creando un círculo más ancho que la cabeza. Porque “quedaría introducirlas en los batanes, aquí retomaríamos el proceso donde lo hemos comenzado”, describió Carlos Fernández. Y llegó el momento de cobrar. Aunque se solía pagar “con carácter semanal”, ayer se hizo una excepción con trabajadores tan aplicados, que recibieron un premio adicional: colarse en las dependencias de los jefes.
Pero La Encartada esconde más sorpresas que descubrirán en la siguiente excursión. Como la vivienda de los dueños, decorada con todas las comodidades.
“Los niños son amigos del colegio Vizcaya de Zamudio y planificamos salidas los fines de semana, así que puede que vengamos otra vez”, contaron los mayores. Hoy Udane, Luken, Erik, Eneko, y Markel podrán decir en clase que han formado parte de una fábrica centenaria que llegó a emplear a 130 personas.