Siempre quiso la calle
Cuentan, quienes le conocieron, que no fue un cualquiera. A su dimensión artística, extraordinaria y reconocida por los más grandes, hay que unir el talante. Ramón Carrera fue un artista y un personaje, un ser singular que a principios de este año, el 4 de enero, entregó la cuchara tras 77 años vividos de forma tan extrema que Red Bull bien pudiera publicar una biografía suya post mórtem.No un cualquiera, claro que no. No puede catalogarse así al viejo escultor madrileño que vino a Bilbao de niño, con apenas ocho años
Su formación escultórica discurre a partir de entonces entre Bilbao, París y Londres. Comenzó trabajando dentro de la figuración en el taller de la escultora Alicia Peñalba hasta que, en 1962, descubrió la abstracción.A partir de ese momento se integra en el movimiento de la escultura vasca donde, en 1966, participa en la fundación del grupo Emen junto a Vicente Larrea, María Dapena, Gabriel Ramos Uranga o Agustín Ibarrola, entre otros. Iñaki García Ergüin le recordaba ayer como integrante de aquel grupo bohemio de París, tan canalla como fecundo. "En cierta ocasión llevé unas latas de alubias y nos pusimos las botas unos cuantos; tanto, que casi nos da una indigestión a todos y me cargo treinta años de arte vasco. En el mismo París donde investigábamos, creábamos y pasábamos hambre..."
¿Donde sucedió todo esto? En la galería Windsor Kulturgintza de Roberto Saez de Gorbea, donde ayer tuvo lugar la inauguración de la exposición-homenaje en honor al artista vasco, que se prolongará a lo largo de una semana y donde se proyecta un recorrido por su trabajo en tres pantallas, espolvoreadas por algunas esculturas relevantes del artista.
Otras no cabían en la galería. No en vano, Ramón siempre quiso la calle y nunca descuidó su producción plástica. Es por ello que realizó ambiciosos proyectos públicos en los polideportivos de Fadura y Gorostiza; los trabajos figurativos y abstractos de la Universidad de Deusto o las estelas de Getxo, Donostia y Madrid, así como una importante escultura para la Caja Laboral de Mondragón. "El escultor aspira a la calle, intentando lograr la comunicación entre paisaje y obra", acertó a decir, como manifiesto vital. El propio Roberto le sitúa entre la prolífica cantidad de grandes escultores vascos, como Oteiza, Chillida, Basterretxea o Mendiburu. Ahí es nada. ¿Para cuando una gran retrospectiva de su obra? Ahí queda el guante blanco que lanza Roberto a las instituciones.
Hasta aquí, el artista. Pero Ramón también fue un personaje. En sus años de colegio, en Escolapios, le apodaron Pepín y con ese nombre le gustaba que le llamaran en sus últimos años. No en vano, junto a la propia galería que ayer le recordaba tuvo un local, Pepín Leku, que había gestado en su magín desde los años de París. Pero el hombre, que lucía trajes blancos a medida, era un manirroto: todo invitaciones. En el local había mesas para que los niños pintasen, una barra para atender a los perros, exposiciones, encuentros culturales y un sinfín de extravagancias más. En ese local hoy habita La Pizarra, otro templo del buen yantar, donde José Antonio Petralanda trabaja la cocina y el ambiente con manos de mago.
Al homenaje de ayer se sumaron, insisto, muchos amigos. Desde la mujer que le acompañó durante un trecho de su vida, Laura Collazos, hasta el doctor Ricardo Franco Vicario, pasando por Ángel Garraza y su hijo Kepa, Alberto Ipiña, Begoña y María Jesús Bidaurrazaga, Maite Viñas, Vicente Roscubas, José Ramón Sáez, Morquillas, Concha Arizaga, María Hospital; artistas de la talla de José Ángel Lasa, Iker Serrano, Antonio Rainieri, Iñaki de la Fuente o Ignacioentre otros; Javier Beltrán, Arantza Díaz, Marcos Hernando, Juan Astiz, Isabel Aurrekoetxea, Marta Luzarraga, Iñigo Bengoa, Aitor Hernández y un buen número de gente vinculada al arte y de gente que no olvida a Pepín Carrera.