Ortuella. "Yo fui el primero en llegar a la escuela. Tenía reducción de jornada en el trabajo y estaba en casa cuando ocurrió la explosión. Me acuerdo de que subí por la cuesta como una exhalación. Lo que me encontré allí fue espeluznante". Han transcurrido treinta años desde aquel fatídico 23 de octubre de 1980 que tiñó de luto la historia de Ortuella, pero los vecinos de la localidad minera todavía guardan frescos los recuerdos de aquella fatídica mañana. Una terrible deflagración, ocurrida en el colegio público Marcelino Ugalde, causó la muerte de 49 niños y tres adultos. La tragedia sumió a la localidad en una eterna melancolía. A pesar de todo el tiempo que ha transcurrido, muchos ciudadanos se niegan a hablar del caso. Las heridas del ayer todavía duelen. Otra parte de la población, en cambio, sí se muestra más partidaria de hablar sobre la tragedia "para que las víctimas no caigan en el olvido".

La explosión se produjo al entrar en contacto el gas propano que se filtraba por una tubería con el soplete de un operario que realizaba unas obras, provocando el derrumbe del suelo de dos clases. "Los primeros comentarios que se escucharon por el pueblo fueron que habían puesto una bomba en la ikastola", rememora Lucas Martín. "Yo estaba trabajando en la fábrica de oxígeno de Altos Hornos en Galindo y vino el jefe, me tocó en la espalda y me dijo que marchara corriendo para el pueblo porque había ocurrido una desgracia", comenta José Suárez.

Un día triste "Fue un día muy triste", insiste Rosa Mari Berzal. De la explosión, recuerda que el barrio de Otxartaga, donde residía, "se quedó sin niños". "Se apoderó de nosotros una gran tristeza porque todo el mundo conocía a alguien que perdió a su hijo, a su nieto o a su sobrino en aquella tragedia", añade. Tres décadas después, su mayor recuerdo es para una vecina que se llamaba Mónica. "Yo estaba embarazada cuando ocurrió la desgracia y ella estaba muy ilusionada ante el nacimiento de mi hijo. Todos los días venía a visitarme al salir del cole y me decía que le iba a enseñar a correr", recuerda sentada frente al monolito que se construyó en recuerdo de las víctimas.

Adrián -nombre ficticio- era estudiante de Marcelino Ugalde y no quiere recordar ese día. Forma parte de ese grupo que ha preferido correr un velo de silencio sobre el caso. Aun así, al iniciar la conversación con él se le escapan algunos recuerdos de aquella jornada. "Habíamos subido ya del recreo", comenta. De repente, le vienen a la cabeza flashazos de los instantes siguientes a la deflagración. "El pasillo estaba lleno de gente intentando escapar. Fue una locura, sobre todo teniendo en cuenta que en aquella época no había salidas de emergencia".

"Uno de los detalles que más impresionaba al llegar al colegio era la gran cantidad de zapatitos que había tirados por el suelo", dice Julián. Este vecino fue uno más de las centenares de personas que aquel día, arrastradas por un impulso de solidaridad, se acercó hasta el centro educativo para echar una mano en las labores de rescate y desescombro. Muchos, sin embargo, no se imaginan la dantesca imagen que se iban a encontrar. "Yo quedé tan sobrecogido que no pude comer carne en quince días".

En los días posteriores se celebró el funeral, para lo cual se habilitó una nave industrial de Noguera donde se ofició el sepelio ante una avalancha de gente que quiso dar su último adiós a los fallecidos. "Aquel día, los trenes llegaban a Ortuella a reventar de gente", apunta Martín. "Vinieron los Reyes y aparcaron su vehículo en el antiguo campo de fútbol", anota Berzal.