Ortuella

La vida les puso en el mismo camino aunque ellos hubiesen querido no haberse juntado nunca. Su destino se cruzó por culpa de una horrible tragedia en el colegio Marcelino Ugalde que abrió Ortuella en canal. La deflagración se produjo en la zona de calderas, al entrar en contacto el gas propano que se filtraba por una tubería con el soplete de un fontanero que se encontraba realizando unas tareas de reparación. La explosión hizo que el suelo de dos clases se derrumbara. Sus hijos, Andrés y Josu, de cinco años, murieron en la explosión. Hoy, treinta años después, Javier Rodríguez y Miguel Ángel Licea rememoran aquel día que entre los escombros dejaron su vida 49 niños y tres adultos. Un accidente que diezmó una generación de chavales que hoy tendrían treintaytantos con una vida cuajada de ilusiones y proyectos.

"De hecho, ha habido muchos años que ese curso prácticamente no existía en Ortuella. Había tantos niños en Primero, tantos en Segundo, pero faltaban alumnos en Tercero, luego faltaban en Cuarto... e iba subiendo el curso sin niños porque se murieron casi todos", dice Javier Rodríguez, un aparejador que se involucró en la comisión para esclarecer el accidente. "Estábamos todos destrozados, nadie se creía lo que había pasado, pero sacamos fuerzas de no sé dónde. Había que organizarse", zanja con convicción de hombre cabal, curtido por la fatalidad.

Con un corazón que todavía sangra, su compañero de fatigas en aquellos largos meses, Miguel Ángel Licea (funcionario), abre el fuego de la conversación: "Yo salí de casa a las ocho de la mañana, dejé a mi hijo Josu en la cama, me fui a trabajar y, cuando volví a verlo, ya estaba muerto. Ese mediodía estaba en una visita en un despacho en Bilbao y suena el teléfono: Es para ti. Vete a Ortuella que algo ha pasado con tu hijo, algún problema en la escuela. Imagínate, te llaman así y vas loco. Cogí un taxi y el taxista me dijo: A Ortuella no podemos ir, que la carretera está cortada por la explosión. Y yo: Tire para allá que está mi hijo. Nos paró la Guardia Civil. No pueden seguir. Y yo: Tengo que ir como sea, algo ha ocurrido en el colegio de mi hijo", dice, y se le nubla la vista.

En un testimonio desgarrador, Miguel Ángel cuenta cómo, cuando llegó, su hijo ya estaba en el depósito del hospital de Cruces. "Lo había llevado mi padre. Yo, al principio, no lo reconocí. Psicológicamente estás fatal, pero mi mujer, Ina, me decía: Sí es, sí es".

Javier tiene también grabado a sangre aquel día. "Yo tenía un Land Rover, tuve una avería en Bilbao en el freno de mano y lo estaba ajustando. Ya dentro del coche, oí la noticia en la radio. Venía hacia Ortuella y notaba la carretera muy densa. Me metí por Galindo para entrar por Urioste, dejé el coche aparcado porque no se podía continuar y me fui andando. Cuando llegué a casa, me encontré a mi mujer, Marian, llorando. Creo que se ha muerto Andrés, me dijo. Los dos críos mayores estaban ya en el portal y no querían subir hasta que no venga Andrés". Porque Javier tenía tres hijos en la escuela. Andrés era el tercero, pero sus dos hijos mayores también iban a ese colegio. Ortuella tenía entonces 9.000 habitantes y un 10% de ellos estaban aquel día en las escuelas de Marcelino Ugalde. Todos los niños escolarizados en un centro público, salvo los que cursaban Preescolar.

"Mi hermano me llevó en su Dyane 6 a Cruces -continúa Javier-, saqué el pañuelo, llegamos al hospital y nos metieron en una sala de espera. Después de tres o cuatro horas me llevaron a reconocer el cuerpo de mi crío. Me lo enseñaron el primero. Me parecía y no me parecía. Un señor me dijo sí que es. ¡Claro, les habrá pasado tantas veces! No quieres creer que aquel sea tu hijo. Y me puse a llorar en una sala repleta de niños en camillas tapados con sábanas".

Un pueblo roto En este momento del relato, Javier, de 63 años y Miguel Ángel de 67, dos hombres hechos y derechos, se vienen abajo, recordando cómo un pueblo se rompió y una generación quedó diezmada. Pero había que seguir adelante, aunque nadie podría olvidar jamás a aquellos niños destrozados a la vuelta de media hora de recreo. La mayoría de las familias tuvo más hijos porque les pilló jóvenes.

A casa de Javier llegó Andere, que en diciembre cumplirá 29 años. "Hasta entonces tenía dos chicos y dos chicas. Luego me quedé con un chico y tres chicas", revela. A casa de Miguel Ángel, que perdió en el accidente a su único hijo, llegó Alain, que también va a cumplir 29 años. "Obviamente, no tratábamos de suplir a Andrés porque la pérdida de un hijo no se puede paliar con nada. Pero, si no hubiera muerto, posiblemente Marian y yo no habríamos tenido más hijos".

Ortuella entera tiene en la memoria a aquellas madres desesperadas, que habían recibido el mayor mazazo de sus vidas y que nadie era capaz de consolar. Tampoco nadie quiso coser la pena poniendo distancia de por medio y las familias afectadas, en general, continuaron viviendo en Ortuella, en las mismas casas donde habían criado a sus hijos muertos. "Las madres no se alejaron, se acercaron todavía más y estaban todo el día metidas en el cementerio", precisa Javier. "Yo me cambié de casa porque ya la había comprado en 1978, pero continué en Ortuella para seguir visitando la tumba de Josu", indica Miguel Ángel.

Solidaridad Con un drama humano tan doloroso, la solidaridad llegó a manos llenas. Las muestras de afecto inundaron Ortuella. Los pueblos de todo el Estado enviaban condolencias, ánimos... y donativos. "La gente se portó fenomenal. Gracias al dinero que recibimos, contratamos un técnico, de lo mejorcito que había en España, para que elaborase un informe para presentar ante los jueces", precisa Miguel Ángel. "Costó bastante. Unos quince millones. Vinieron equipos extranjeros a realizar pruebas, técnicos americanos y suizos para evaluar el estado de los materiales, etc. Un informe que debía haber sido realizado por la autoridad judicial y que, sin embargo, corrió de nuestra cuenta", apunta Javier. "Se gastó dinero porque había y porque nadie tenía la intención de quedarse con nada. El Colegio de Psicólogos de Bizkaia también recomendó que los padres saliesen un poco de su entorno. Muchos tenían niños pequeños, la tragedia que vivían a diario era enorme... Había que salir. Y gracias a aquel dinero, algunos padres se fueron de viaje", explica Licea. "Nosotros nos fuimos a Canarias", secunda Rodríguez.

Sin embargo, Miguel Ángel tiene una espinita clavada: un mausoleo que le prometió Adolfo Suárez. "A mí me consta que en el despacho de Jaime Mayor Oreja, que era delegado del Gobierno, ya se consiguió una partida para el mausoleo. El escultor Peña Ganchegi estuvo en Ortuella para ver qué se hacía. Pero vino el cambio de gobierno y el señor Ramón Jáuregui dijo que los socialistas no hacían mausoleos. Sin embargo, al cabo de unos años ocurrió el accidente de las galerías de Madrid, siendo alcalde Barranco, y a los bomberos les hicieron un mausoleo de puñetera madre".

Los dos creen que la tragedia no ha servido para nada. "A mí me parece que las autoridades han hecho poco uso de la experiencia. Que si ha cambiado algo la normativa ha sido de forma muy superficial y, desde luego, la vigilancia, que es lo que falló en aquel caso, no se ha incrementado", señala Javier en alusión a aquel fontanero que desencadenó la tragedia y que declaró: No tuve tiempo ni de abrir el gas: en el momento en que encendí la cerilla todo explotó y el edificio se me vino encima. Javier, en su condición de aparejador, narra al detalle qué sucedió, un accidente fruto de la fatalidad, surgido como consecuencia de una modificación en la instalación de gas del edificio contiguo que arrojó el más triste de los saldos. Entre tanta amargura, brota una chispa de esperanza. "Dios nos ha dado fuerzas para seguir viviendo y criar a nuestros hijos, que todavía necesitan ayuda".