Bilbao - Hace casi diez años, a 14 familias les fueron expropiadas sus casas ubicadas entre los barrios de Santiago y la zona alta de Santa Ana para poder construir los nuevos accesos por San Mamés a Bilbao. Les dijeron que la ejecución de la nueva vía y de los adosados se prolongaría durante cinco años, pero los cálculos fallaron. Una década después, las catorce casas ya están levantadas y sus propietarios ya tienen las llaves de su nueva vivienda -las últimas se entregaron ayer- con la que esperan recuperar aquel estilo de vida que tanto han anhelado.
“No solo nos arrebataron las casas, sino una forma de vida, esa libertad de sentirte como en un pequeño pueblo, con jardines, terrenos..., pero a cinco minutos de la ciudad. Eso no tiene precio. Salir de aquí fue duro y la vuelta ha sido larga, muy larga”, recuerda Santos Muñoz, vecino del número 14.
De aquellas catorce familias no todas regresarán al barrio del que tuvieron que salir forzosamente en diciembre de 2008. Diez años es mucho tiempo, demasiado. Algunas han fallecido y serán sus hijos quienes se beneficien de las nueva casas; otras, por diversas razones, han decidido renunciar a la vivienda y quedarse en pisos que han comprado en otros barrios de la villa. Pero también los hay quienes han decidido tomarse un tiempo antes de emprender el camino de regreso a la que fuera durante muchos años su morada.
DEIA ha querido volver a esa zona ubicada en una ladera privilegiada de la ciudad y lo ha hecho de la mano de algunas de las personas que no estaban dispuestas a dejar atrás su barrio y echaban de menos su anterior forma de vida. Santos Muñoz, María Ángeles Ezenarro, Carlos Bustamante y Edurne Suescun ya tienen las llaves de sus nuevas casas y comienzan a trasladar aquellas cosas que sacaron de las viviendas que fueron derribadas.
Carlos ha vivido durante todo este tiempo en otra casa, ubicada en el barrio de Buena Vista. “Yo no podía meterme en un piso, para mí habría sido lo último”, se sincera. En la entrada ya ha colocado un montón de plantas que también adornaban la casa derribada. “Se fueron conmigo y regresan otra vez al barrio”, dice.
Edurne Suescun salió de su casa en Santa Ana con su hija de 18 años y ha vivido todo este tiempo en un piso en Basurto. “Ha sido muy duro. Hay gente a la que no le importa y le gusta vivir en un piso, pero para nosotras fue un cambio demasiado difícil de asimilar”, apunta.
Santos Muñoz compartía casa y un terreno de 600 metros cuadrados con su hermano y su cuñada, María Ángeles Ezenarro. Fue la primera casa que se derribó, “con unas vistas que alcanzaban hasta El Abra”, recuerda Muñoz. Ahora, a Santiago le ha tocado el adosado número 14 y, aunque no tiene ni las vistas ni un terreno tan grande, en la pequeña zona verde que tiene su nueva casa ya han pensado sembrar tomates y llenarlo de flores. “Mi mujer me ha dicho muchas veces: Si llego a saber que esto se prolongaba tanto, nos habríamos comprado un piso y olvidado de tantos líos”.
Falta de empatía La falta de empatía ha reinado, según explican los vecinos, en todo el proceso de construcción de sus casas. La comunicación con su enlace en la oficina de atención al público ha sido “bastante complicada”. “Empatía cero, empatía cero”, repite Carlos. “Estas casas tenían dueño; personas a las que nos desalojaron y que tuvimos que salir con la maleta y con todas las pertenencias, en principio, para cinco años. Ya ves, hemos estado fuera casi el doble”, apunta el vecino del número 5. Pero no solo eso. Ni siquiera han podido decidir el color de las casas y cualquier cambio que han planteado siempre ha tenido como respuesta un “ya lo estudiaremos”.
“Todo lo hemos consensuado. No se trataba de cambiar las cosas a gusto de cada uno de los vecinos. Nosotros nos encargábamos de ponernos de acuerdo antes de plantear cambios que considerábamos eran mejores. Los primeros interesados en entrar a vivir en nuestras casas éramos nosotros. Pero no. No nos han dado opción ni a elegir otro color para las fachadas de las casas”, plantean. Y añaden: “Para un cambio tan fácil como sustituir bañera por ducha nos ponían pegas. Ha sido una lucha diaria. Agotadora”, comenta Edurne.
María Ángeles es la única que ha seguido viviendo en el entorno. Una de sus hijas se compró una casa más arriba, en el mismo barrio, y ha vivido allí. Su entrada a la nueva vivienda no ha sido la esperada. “Estoy disgustada. El guarda que ha cuidado la zona ha estado viviendo en mi casa y la ha dejado muy sucia. No la ha limpiado”, apunta.
El móvil de Santos está lleno de fotografías que recogen mes a mes el proceso de construcción de su deseada casa. El tiempo pasaba y, aunque el proyecto ya estaba sobre la mesa, las grúas y los trabajadores no terminaban de llegar. Julio de 2016 es una fecha grabada en su retina. Una vecina le envió una foto en la que se veía la placa de hormigón en la que se levantarían los cimientos de los catorce adosados. “Pensábamos que no iba a llegar nunca”, dice. Los años que le quedan los va a invertir en poner a su gusto la casa. “Tenemos que mirar hacia delante”.
Las próximas semanas serán de mucho trabajo. Toca cambiar algunas cosas y realizar la mudanza. El regreso al pequeño balcón bilbaino está cada vez más cerca. Los vecinos, pero sobre todo, amigos, ya preparan la comida de vuelta a su verdadero hogar.