pARA María Gómez cocinar es un acto de amor. Desde Galicia vino a la villa siendo una inexperta en el sector culinario y medio siglo después, con sacrificio, sus tortillas de patata y los pinchos de bacalao han logrado dejar huella entre los vecinos del barrio de Zorrotza, lugar en el que reside desde 1967. Ese mismo año puso en marcha el bar Compostela, lugar en el que ha madurado profesionalmente y del cual se hacen cargo actualmente dos de sus hijos. Hace siete años, Gómez cayó enferma y desde entonces, una sobrina y su nuera ocupan el puesto que dejó pero sin dejar de lado su esencia.
María Gómez nació en Visantoña, un pueblo de A Coruña. Su madre alumbró a 16 hijos y ella es la segunda en la escala de seis hermanos ya que diez de ellos fallecieron. Desde pequeña supo lo que era trabajar duro. “Recuerdo que mi niñez fue mala. Mi madre me llevó a casa de mi abuela porque estaba embarazada de otro y a los 7 años me pusieron a servir en casas de señores de dinero”, rememora. Además de esto, también tuvo que trabajar duramente en el campo, oficio que abandonó cuando se casó con su marido, que falleció hace seis años.
A pesar de las dificultades, ambos lograron salir adelante. Desde Galicia se vinieron primero a Kastrexana y fue allí donde su marido aprendió a leer y a escribir, y después le enseñó un poco a María. “Yo le mandé a él porque pensé que era mejor que yo para aprender. Yo me quedé sin ello”, dice. Esto les ayudó en el día a día. María comenzó limpiando escaleras por horas en Bilbao, en el mismo edificio en el que su marido era portero, pero quedó embarazada y no podía realizar el mismo trabajo porque “la gente exigía”. “La señora con la que iba a Bilbao a limpiar todos los días en el tren vivía en Burtzeña y me dijo que donde vivía había un bar que se vendía, se alquilaba o se traspasaba”, relata. Fue una decisión muy meditada pero María se arriesgó. “Malo será que no saquemos para comer”, reflexionaron entonces.
El 31 de diciembre de 1971, comenzó la aventura en el bar Galicia para María. No sabía apenas cocinar, “solo unos huevos fritos”, pero esto no fue impedimento para sacar adelante a sus hijos y a su marido, jubilado por accidente laboral. “En Burtzeña puse mi primera piedra. Daba 200 comidas diarias y allí aprendí todo lo que sé”, comenta. Los clientes fueron sus maestros. Le enseñaban cómo debía servir y hacer las cosas. “Aquel bar había estado ya abierto y tenía su público. Trabajé lo que no está escrito”, confiesa. Con trabajo y esfuerzo logró su cometido.
Una nueva aventura Tras adquirir experiencia, María se embarcó en una nueva aventura. Cinco años después, el 19 de marzo de 1976, abrió el bar Compostela, ubicado en el centro de Zorrotza. Sin tener vacaciones y levantándose diariamente a las cinco de la mañana logró meterse al barrio en el bolsillo con su sonrisa y su buen hacer. No hay nadie que no la conozca. Los años le han otorgado el poder de hacerse querer gracias sus pinchos estrella: la tortilla de patata y el bacalao. “Nadie me enseñó a hacer esas tortillas. Con el tiempo vas descubriendo cosas. He tenido mucha suerte y esa suerte se la debo también a mis hijos, que me han ayudado mucho”, agradece.
Cuando escucha hablar del secreto de su éxito ella lo tiene claro: “Los secretos no se cuentan”. En su profesión aprendió que una de las claves para mantener viva su esencia era no contarle nada a nadie. “Hay que ser un poquito lista. Entraban muchas veces preguntándome como hacía las cosas y luego me las copiaban”, reconoce. Aprendió a base de lecciones. Recuerda cómo un hombre iba a su bar a tomar café y le enseñó a hacer orujo de miel. “Eso me abrió los ojos para toda la vida. El hombre llamó a Sanidad. El bar quedó precintado hasta que vino un chico y una chica diciéndome que no lo podía vender pero que se lo podían llevar ellos. Yo les dije que no”, dice, entre risas.
Desde que aterrizó en el barrio, María solo guarda en su memoria buenos momentos. Tiene mucho que agradecer a todo el mundo, sobre todo en los malos momentos ya que hace siete años cayó enferma y tuvo que alejarse de los fogones. “La gente del barrio me ha apreciado toda la vida. He tenido muy buena clientela, normalmente hombres pero muy buenos. A veces me llamaban mientras echaban la partida y me ponía a jugar con ellos”, recuerda. Ahora, sus hijos, una nuera y su sobrina están al frente del negocio por el que un día María apostó para sacar adelante a su familia. Confiesa que echa de menos muchas cosas pero podrá estar tranquila de que sus tortillas seguirán llevando su nombre.