La heredera de la reina madre
Paris Hilton llegó al Pacha Bilbao Longue a bordo de un Bentley y envuelta en sedas y joyas
sON las once largas de la noche y por la puerta de Pacha Bilbao Longue asoma un machomán a pecho descubierto, uno de esos apolos que acompañan a las diosas griegas del siglo XXI, rango que al parecer se concede a Paris Hilton, la mujer de los ojos de hielo. Mira a un lado y a otro y se escalofría. Hace guardia pretoriana el escuadrón de la prensa al que se le paga el retraso con las treinta monedas de plata de un puñadito de percebes envueltos en una cápsula de plástico y un foie que se sirve -¡cosas veredes, amigo Sancho!- en un tubo de pasta dentífrica. Frente a la puerta acerezada el armazón de las vallas que guiarán a los fervientes admiradores de Shakira al interior de San Mamés ya está dispuesto. Faltan dos y las malas lenguas aseguran que las han cogido para cercar la alfombra roja por donde ella pisará. La historia recuerda a aquellas otras de las viejas princesas rusas que desvalijaban los hoteles en el peregrinar de su destierro.
El reloj galopa y cruza el umbral de la medianoche. Una voz insinúa que tal vez llegue en calabaza, pero al parecer el conjuro de este moderno cuento chino de hadas rinde a la inversa y en el horizonte aparece un Bentley escoltado por dos furgonetas. Minutos antes, con la perspicacia de Sherlock Holmes, había aparecido una nube de jovencitas en tropel. ¿Era la cla? Quién lo sabe. Lo cierto es que su alborozo alborotó el desangelado cuadro, con la prensa revolucionada por la espera, las amas de casa del vecindario asomadas en bata al balcón y el puñado de invitados que entraba y salía del local, con el dorso de las manos matasellado. "Parece el hierro de su ganadería", comentaba una invitada, incómoda al verse el estampado.
Las esperas tienen efectos perversos. Así, comienza un runrún de quejas en la calle cuando se recuerda la prohibición de mirarla a los ojos, como si uno fuese a convertirse en piedra, como la mujer de Lot al mirar hacia atrás. "Será la reina madre", ironiza una voz mientras otra asegura que ella se ha pintado los labios rojo pasión para provocar, tras haber leído el rechazo de la diosa a ese tipo de maquillaje, los escotes de vértigo y las melenas rubias en cascada. Comienza el coro. "Es mi antidiós", asegura una invitada cuando las amigas le revelan los incofensables detalles del vídeo casero que circula por internet. El hechizo comienza a romperse, y los zapatitos de cristal saltan en añicos.
El Bentley aparca junto a las vallas prestadas, escoltados por un par de furgonetas de donde saltan hombres de traje gris y mirar que asusta. Se permite al gentío acercarse a los cristales del vehículo donde aguarda -ahora sí, ahora por fin se deja ver...- una pantera rosa. ¡Flash, flash y flash! con las cámaras a centímetros de las ventanillas. Sobre el cuero beige el cuerpo esculpido de Diana, la diosa de la caza, se cubre con sedas, gasas y organdí de rosa palo. Por si no se ha cubierto bien y se revela, al descuido, el íntimo secreto (hay que ver con qué saña apuntan los fotógrafos al descruce de piernas...) la chaqueta de su acompañante se mueve con celo. Nada al aire.
Recompuesto el ademán, Paris Hilton sonríe y posa sintiéndose la favorita de Armani, de Dior, de Coco Chanel, de cualquiera de los grandes. Desprende el halo de quien se cree un ser superior o tal vez me confunda el destello de un brazalete de brillantes. Tras simular, en el posado del photocall, a la Venus de Milo, concede un puñado de entrevistas. La compañera Tamara de la Rosa es la primera en acercársele. Paris conoce el extraño imán que le rodea y le dice que le gusta cómo va vestida en un juego de halagos y medias sonrisas al que dedicará toda la noche.