Bilbao
Congratulations por la boda real. Para la próxima les cedemos Bilbao y la basílica de Begoña... ¡verá qué celebración!". Habla la voz socarrona del alcalde Iñaki Azkuna, dirigiéndose al cónsul inglés en Bilbao, Derek Doyle, a quien le elogia también "las tardes de fútbol con un buen gintonic... ¡vaya invento!". La historia transcurre con el presidente del Athletic, Fernando García Macua, por testigo y en un escenario único: la Campa de los ingleses, el punto de desembarco del football en Bilbao. Sobre aquel suelo donde arraigó la simiente de lo que es el Athletic, reza hoy una leyenda escrita en bronce por el poeta Kirmen Uribe. "Aquí es donde jugaban los ingleses./Aquí, en una campa junto a la ría./Entonces solo había césped y un pequeño cementerio./Alguna vez el balón caía al agua/y había que ir a buscarlo./Si estaban lejos se le echaban piedritas/para que se acercara a la orilla./Las piedras creaban ondas, pequeñas olas/que se hacían cada vez mayores./Y así, el Athletic jugó en Lamiako,/y después en Jolaseta, y finalmente en San Mamés./Una ola, y otra ola/y otra". Palabras chirenes y versos de lagrimón para un mediodía de sentimientos...
¿Cuándo nació ese deje fanfarrón del que hizo gala el alcalde en los genes de Bilbao...? Una vieja crónica de 1934 firmada por el cineasta Telesforo Gil del Espinar, autor de Edurne, la primera película bilbaina, comienza con un negro augurio - "Un día, Bilbao dejará de tener buenos futbolistas en la Campa como está dejando de tener mineral de hierro", reza de salida...- que, casi ochenta años después, no se ha cumplido.
¿O sí? El debate arde en la calle cuando el Athletic campea con una plantilla huérfana de hijos de esta tierra, la misma que abrazó el football inglés un 4 de mayo de 1894, cuando atracó en los muelles de Churruca uno de aquellos pataches de la línea regular Mc&Andrew, compañía naviera que cubría la línea comercial entre Gran Bretaña y la Villa, donde dicen que se forjaba el mejor hierro de Europa.
La historia se cuenta rápido. De aquel navío descendieron un grupo de marineros ingleses que, recién pisado el suelo sagrado de un viejo cementerio inglés, echaron a rodar un pelotón de cumplidas dimensiones. ¿Quiénes eran aquellos hombres...? Poco o nada se sabe de ellos, salvo su carácter bravucón y desafiante. Fascinados por aquel nuevo sport, pronto un grupo de jóvenes bilbainos se fijaron en los dreeblings (eran hijos de familias que educaban a sus vástagos en los colegios católicos de Escocia e Irlanda...), hasta el punto de retarse, ambas cuadrillas, en un partido singular: el primer encuentro de football disputado en Bizkaia. No está claro si el resultado fue 5 ó 6 a cero. Sí se sabe que los british pagaron un pollo por cabeza a sus contrincantes, tan osados como para retarles en desigual duelo.
La cuna del Rey del 'shoot'. La Campa de los ingleses no tenía por entonces ese nombre. Se la conocía por la campa de Averly. Años después de ser testigo de esa escena (desde el siglo XVII hasta 1908, por decirlo con la precisión del cronómetro de la Historia...) el cementerio británico fue trasladado a otro lugar. Las filtraciones de la ría, entremezcladas con los cadáveres enterrados en la tierra, era un foco de infección. Antes hubo tiempo, eso sí, para que a su vera atracase el barco Eolo del que descendió un capitán inglés con auténticas botas de fútbol que un joven chaval -hacía novillos en los Escolapios...- miraba con deseo. Era Rafael Moreno, Pichichi. Le acabarían llamando el Rey del shoot.
Poco después el fútbol se fue a Lamiako donde comenzó a agigantarse la sombra del Athletic. La campa, sin embargo, tuvo luego larga vida. Aquella verde extensión dio paso a los muelles del pujante puerto de Bilbao y a la industria maderera; la miseria la cubrió en los terribles años cincuenta, cuando emergió en la zona el trágico chabolismo; fue terminal de carga de Renfe e incluso acogió el estallido de luz de las barracas en la Aste Nagusia de Bilbao antes de que la funesta reconversión industrial arrasase con todo ese mundo industrial como si fuese un aguadutxu de miseria. Ni siquiera entonces entonó el gori gori. Hubo de llegar, eso sí, un hombre de raíz anglosajona, Frank Ghery, para subir a los cielos de Artxanda y señalar ¡allí! Nacía el Guggenheim y la vieja campa recobraba su esplendor.