Sabe más el diablo por viejo que por diablo, dice el refranero castellano. El pistolero Javier Andreu, líder y vocalista de La Frontera, puede que haya perdido rapidez de respuesta y ganado kilos, pero, como constataba Clint Eastwood en la inolvidable Sin perdón, mantiene el tipo con sapiencia y una voz que en el concierto de La Pérgola condujo y lideró uno de los recitales para el recuerdo de esta Aste Nagusia. Injustamente olvidada, la remozada banda, con un directo y un repertorio espectacular y de sonido crudo, nos hizo saltar, corear y vivir un magnífico wéstern crepuscular con clásicos como Judas el miserable o El límite. 

Como los viejos pistoleros, los vaqueros de La Frontera viven apartados del ruido musical comercial en este milenio, pero se muestran dispuestos a regresar cuando algún programador se acuerda de ellos. Felicitaciones, pues, al o la responsable de la contratación de los conciertos de La Pérgola, que desde el año pasado, en otra cita con Burning para el recuerdo, ha abierto la mano del programa más allá de los guateques y las artríticas estrellas de los 60 y primeros 70, y nos permiten disfrutar en vivo del buen rock de los 80. 

Todos nos estamos haciendo viejos. Andreu y sus huestes cumplen 40 años de su despertar a raíz del triunfo en el concurso Villa de Madrid. Y bastaba con mirar alrededor para ver la pertinaz huella del tiempo en los asistentes a su concierto festivo, con mayoría de rockeros -aunque alguna camiseta portara el lema Rock’N’Roll is Dead- veteranos, músicos locales incluidos. El gran Andreu -su altura es comparable a su capacidad vocal- encaró el concierto y se ajustó las pistolas con Duelo al sol. Pasaban de las 23.30 horas, pero ahí seguía él con sus gafas oscuras y su enorme y molona guitarra Gretsch. 

Y su capacidad de liderazgo se mostró incólume. En formato de cuarteto, con su lugarteniente de siempre Tony Marmota al bajo y con sombrero de tahúr, encaró el duelo sin miedo, cara a cara y poblado de “yijahs” vaqueros desde Viento salvaje con un repaso centrado casi exclusivamente en sus tres primeros discos, los más acelerados, en los que la insolencia juvenil y el escenario del wéstern -caballos de hierro, juego de cartas, desiertos, ahorcamientos, sangre y fuego a discreción...- se aliaron con el punk de la época para convertirle en la cabeza del rock vaquero estatal. 

Disparos sin descanso

Casi sin descanso y apoyados en un sonido más estadounidense que las hamburguesas, fueron cayendo canciones como El valle de las lágrimas y Cuatro Rosas estación, a la vez que crecía el calor, las palmas y la emoción de los asistentes. Andreu, con su voz de barítono, tan profunda como la del joven Jaime Urrutia, se mostró populista con Bilbao -“la mejor ciudad del mundo”- al recordar la anécdota de aquellas fiestas en las que conoció al “cantante de Kortatu” durmiendo en el suelo de un piso. Tony hizo lo propio al recordar, nostálgico, aquel concierto compartido con Eskorbuto en Aste Nagusia, en los primeros 80. Su colega aprovechó y le dedicó aquello de “Tony Marmota la vio cruzar de la calle A a la calle B”, cuando atacó Mi dulce tentación, lo menos wéstern y más rock de un lote que aceleró el trote vaquero con Vivo o muerto -forzando la garganta y saliendo triunfante-; se citó con el folk rock de piratas en Aventuras del Captain Achab, entre risas a lo Vincent Price; cautivó con tiempos medios como Juan Antonio Cortés y Tren de medianoche, y se enfrentó en solitario, a lo Gary Cooper, a Aunque el tiempo nos separe. 

Con los dos nuevos miembros milimétricamente conjuntados con la pareja histórica, especialmente el guitarrista Harry Palmer, un manitas que calcó riffs y solos, y le dio un empaque tan rudo como virtuoso al sonido del repertorio, llegaron al clímax de su particular western al bajar las revoluciones en Diez minutos de pasión, que nos recordó a los Burning más devotos de los Stones, y su mayor éxito, El límite, crudo y sin saxo, a pelo y convincente. Como dice uno de sus versos, “todo fue como ayer”: los saltos, la entrega, los coros, las palmas… Alguna lágrima cayó por la nostalgia de aquellos tiempos en el que el rock encabezaba las listas de éxitos. 

Recta final de himnos Ya se habían pedido “plumas y alquitrán” para el Pobre tahúr y coreado Aunque el tiempo nos separe cuando, en la recta final, sonó un vendaval de éxitos, de La frontera, con sus coros indios a lo Morricone, a Judas el miserable. Guitarra en alto de Andreu y con Palmer siempre sobresaliente, se tomaron un descanso para regresar con un Cielo del sur propulsado por la armónica y un Viva Las Vegas, la ciudad del juego, las luces nocturnas y las chicas peligrosas, de sonido punk que habría amedrentado a Elvis. Sí, sonó también el (demasiado) optimista Volverán los buenos tiempos, entre el éxtasis y el subidón del momento. Y aunque dudemos de que “el camino esté por recorrer”, mientras llega el duelo final... ¡Viva La Frontera!